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La Justicia, la gran olvidada

La Justicia, la gran olvidada

lunes 09 de diciembre de 2013, 10:10h
En los últimos años, la misma sombra que se cierne sobre el país parece asomarse también sobre la Justicia. En los medios de comunicación, en la calle, en los debates parlamentarios..., se habla de una Justicia lenta, una Justicia politizada  y no solo incapaz de atender a las demandas y necesidades de una sociedad moderna y en continuo y cada vez más profundo proceso de transformación, sino incluso ajena o poco sensible a las inquietudes de la ciudadanía.

En definitiva, a lo largo de todo el abanico político, social y económico, se cuestiona el funcionamiento de la Administración de Justicia y su capacidad para lograr ese objetivo de Justicia que todos pretendemos.

Bien es verdad que detrás de muchas de esas críticas está normalmente una resolución desfavorable a los propios intereses o un intento de derivar responsabilidades a quien no se puede defender. Como también que en otras ocasiones lo que subyace es la confusión entre la labor de los jueces y la actuación de los órganos o instituciones que no son Poder Judicial pero que se hallan en su entorno, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o el mismo Ministerio de Justicia, lo que provoca que sus decisiones, motivadas por criterios no estrictamente técnicos cuando no abiertamente políticos, generen dudas sobre la objetividad e imparcialidad de la función judicial.

Sin embargo, no puede desconocerse que en las críticas hay un fondo de verdad: la Justicia funciona deficientemente y tiene un déficit de credibilidad, a pesar del esfuerzo que están desplegando jueces y funcionarios.

Ahora bien, una cosa es reconocer las deficiencias y otra muy distinta considerar que hace falta una regeneración en el sentido de "dar nuevo ser a algo que degeneró", como dice la Real Academia, o, más coloquialmente, darle la vuelta como un calcetín. Nuestra Justicia tiene los valores y los elementos básicos para conseguir el objetivo que persigue de garantizar la tutela judicial efectiva de todos los ciudadanos. Lo que hace falta son algunas reformas legales y medios personales y materiales para lograrlo.

Por tanto, ni salvapatrias que pretendan dejar su impronta ni la autocomplacencia que invita a no ver ni oir ni siquiera expresar la propia insatisfacción.

En efecto, otra Justicia, esa Justicia del siglo XXI a la que todos aspiramos, es posible y está a nuestro alcance, o, en otras palabras, la Justicia tiene solución. Sólo es necesario que nos lo creamos e interioricemos que invertir política y económicamente en la Justicia es invertir en la salida de la crisis y, en última instancia, en el futuro de nuestro país y en el de nuestros ciudadanos.

Los problemas de la Administración de Justicia en España (aunque el análisis sería extrapolable a los países de nuestro entorno) son fundamentalmente dos, íntimamente ligados entre sí y que a su vez están provocando como resultado la progresiva pérdida de credibilidad o confianza de los ciudadanos en el sistema y, al mismo tiempo, la aparición de un sentimiento de frustración o desmotivación de los propios jueces:

a) La apariencia de politización del sistema judicial y que, aunque no responde a una realidad tangible, es un cliché que ha calado en el sentir general, afectando a la legitimidad y autoridad de los Juzgados y Tribunales.

b) La Justicia no funciona correctamente, es decir, no tutela los derechos e intereses de los ciudadanos con la calidad, rapidez y eficacia exigibles, lo que a su vez genera desconfianza y dudas sobre los principios por los que se rige la Justicia.

En efecto, por más que se invierta en mejorar el funcionamiento de la Administración de Justicia, de nada sirve si la sociedad no cree en ella y en su capacidad de resolver los conflictos de forma independiente y con sujeción exclusiva a la ley.

La apariencia de politización

Aunque en España entre la clase política y la judicatura suele existir un tradicional respeto y los roces o interferencias no son frecuentes, lo cierto es que en el sentir popular ha cobrado carta de naturaleza la supuesta "politización" de la Justicia, entendida como injerencia, manipulación o control de los Jueces por el poder político.

Aun cuando carezca de todo fundamento, la sola apariencia de "politización" incide negativamente en la confianza de los ciudadanos en la Administración de Justicia, por lo que es urgente indagar las posibles razones de este sentimiento y encontrar soluciones antes de que la pérdida de credibilidad afecte a la autoridad o legitimación social de la Justicia y conduzca a la búsqueda de respuestas fuera del sistema.

Un primer análisis revela un conjunto de concausas de diferente origen y naturaleza: la asignación de etiquetas a los jueces, el tratamiento de determinados procesos penales, el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, los conflictos entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, la escasa transparencia y capacidad de comunicación del propio Consejo General del Poder Judicial...

A estas causas han sumado en los últimos años dos situaciones inéditas: las tres huelgas consecutivas de jueces (las primeras en democracia), y, sobre todo, la polémica suscitada en relación al caso Divar.

El malestar de la judicatura por el deterioro de las condiciones en que desarrolla su función explotó a finales de 2008 con motivo del caso Mari Luz, en el que algunos responsables políticos trataron de derivar la responsabilidad por su inacción al Juez responsable del asunto.

Poco después, el linchamiento mediático al que fue sometido el Presidente del Consejo, curiosamente a raíz de la condena y separación del servicio de determinado Magistrado, afectó gravemente no sólo al Consejo sino por extensión a la imagen de los Jueces y de la Justicia en general, máxime en unos momentos de grave crisis económica y con las cifras del paro en máximos históricos. Nadie discute la falta de justificación de determinados gastos, que posteriormente el Tribunal de Cuentas, tras la oportuna investigación, cifró en 2.900 euros (lo que no excusa pero sí contribuye a situar la cuestión en sus justos términos), pero tampoco puede obviarse la diferente aplicación de la vara de medir, que inmediatamente recuperó su clásica flexibilidad.

Bien es verdad que, a partir de este momento y, sobre todo, de octubre de 2012, la imagen de la Justicia empieza a mejorar de manera radical al compás de la progresiva implicación de los jueces en la defensa de los ciudadanos más afectados por la crisis frente a una serie de abusos producidos al socaire de la burbuja inmobiliaria y financiera, buscando soluciones más justas en cuestiones sociales claves como los desahucios y lanzamientos por impago de préstamos hipotecarios, algunos realmente leoninos o trufados de cláusulas abusivas, o como las derivadas de la comercialización irresponsable de productos financieros complejos tipo participaciones preferentes, la oposición al sistema de tasas...

Pero la impresión de politización, al menos respecto de las altas esferas de la Justicia, persiste. La idea es que se sigue actuando al dictado de o por intereses relacionados con la política y no con el mejor funcionamiento de la Justicia.

Probablemente, la causa más directamente relacionada con el cliché de politización sea la asignación de etiquetas o la calificación, conservador o progresista, que se hace de cada Juez y con la que se pretende anticipar el sentido del fallo.

Ciertamente, para los medios de comunicación es un método habitual que les permite abordar un tema, tratar una información y proporcionar un desenlace (adelantándose a la competencia) de una manera rápida y fácil de entender para el lector acrítico, pero el daño que ocasiona a la Justicia es inversamente proporcional a la superficialidad con que se trata porque desde el momento en que se puede predecir la decisión en función de la supuesta ideología del Juez quiebra por su base el Estado de Derecho que sujeta al Juez única y exclusivamente al imperio de la Ley.

La solución es compleja porque esta técnica encaja a la perfección con la sustitución del reportaje de investigación o del artículo razonado y plural para centrarse en el lema o idea/fuerza en que es esencial la fijación de estereotipos.

No obstante, quizá una posible minoración del problema podría pasar porque:

- En los últimos años y por múltiples circunstancias se ha trasladado a la jurisdicción cuestiones que, o bien son esencialmente políticas o bien tienen un marcado componente político, lo que ha provocado que los Tribunales resuelvan aplicando normas jurídicas a algo que se asienta en un principio de oportunidad, no revisable conforme a criterios legales por la jurisdicción, o aplicando criterios políticos extraños a la jurisdicción, lo que en cualquier caso contribuye a situar a la Justicia en un terreno que no es propio y en el que se espera una decisión "popular" que tampoco es la propia. Hay cuestiones que deban quedar residenciadas en el plano político sin pasar al judicial. La decisión del trazado de una carretera, con el consiguiente impacto social, económico, ecológico..., una vez cumplidos los requisitos legales, es un acto puramente político, no jurídico.

- Debería arbitrarse un código deontológico para las personas que ocupan un cargo público, reforzando la transparencia, el control de las incompatibilidades y la responsabilidad, de forma que, una vez abierto el juicio oral pusiera el cargo a disposición y se separara del mismo hasta que recayere sentencia. Ello evitaría la confusión entre responsabilidad política y judicial y la permanente puesta en cuestión de cualquier resolución judicial, derivando el debate a la decisión que pusiera fin al proceso.

- Sería necesario establecer los instrumentos necesarios para evitar las filtraciones interesadas del contenido de los procedimientos abiertos o por abrir.

- Desde el Consejo General del Poder Judicial deberíamos adoptar una política mucho más activa para explicar a la sociedad el por qué de determinada resolución judicial, en qué se fundamenta y cual es su razón de ser.

Por otra parte, la sujeción de ciertas personas de relevancia política a procesos penales y el uso abusivo de estos procesos para desprestigiar al adversario u obtener por via judicial lo que no se logra por otras vías, en particular, la descalificación o denigración moral del contrario, ha originado que lo que debería resolverse en el terreno estrictamente jurídico del Juzgado o Tribunal trascienda para convertirse en una cuestión pública que se emplea como arma arrojadiza, propiciando juicios paralelos y condenas anticipadas que, dado el deficiente funcionamiento de la Administración de Justicia, con unos tiempos muy diferentes, terminan superponiéndose a la sentencia del Tribunal.

En relación con este punto, conviene recordar que la instrucción penal se dirige a investigar un hecho presuntamente delictivo que ya ha ocurrido y no un abanico de posibilidades que puede sospecharse que ocurran. La indagación prospectiva o inquisitiva (intervenir teléfonos para ver si se descubre algo) está absolutamente proscrita en nuestro ordenamiento.

Para evitar esta anomalía,

- se deberíaregular de forma racional la acción popular, de manera que, sin restringir el contenido esencial de este derecho constitucional, se introduzcan mecanismos que impidan su uso abusivo por intereses espurios.

- asimismo, habría que regular la injerencia en los derechos fundamentales, garantizando la solidez que los indicios en que se apoya y estableciendo rígidas medidas de control; imponer un plazo máximo en la adopción de medidas limitativas de derechos fundamentales; regular el secreto de las comunicaciones, fijando un plazo máximo para el secreto de las actuaciones, impidiendo que se mantenga a una persona imputada a sus espaldas y con la consiguiente imposibilidad de defenderse durante periodos casi indefinidos; fijar períodos máximos para la instrucción en función del tipo de delito de que se trate, ya que el proceso penal no puede prolongarse indefinidamente en el tiempo mientras se intenta buscar y acopiar indicios racionales de criminalidad que permitan fundar una acusación; situar a la Policía Judicial bajo la dependencia única y exclusiva del Juez  instructor; cuidar de que la detención y los actos que comporten la presencia del detenido o imputado en las dependencias policiales y judiciales se desarrollen de manera coherente y respetuosa con los derechos fundamentales, quedando proscrita cualquier actuación que, no siendo imputable al investigado, suponga una descalificación o pueda entrañar un desmerecimiento en  la consideración social distinta de la que se derive del puro hecho objetivo de la detención o la comparecencia...

Por otra parte, la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial por las Cortes Generales y la forma de presentación de los candidatos, a propuesta de uno u otro partido político, ha despertado desde un principio en los medios de comunicación y en el imaginario popular sombras de duda sobre la independencia real de aquéllos y su actuación como meras correas de transmisión de los partidos.

Es indudable que la vuelta al sistema de elección de los miembros jueces del Consejo General del Poder Judicial por los propios Jueces, con las reglas que se consideren adecuadas para garantizar la proporcionalidad y el pluralismo de la carrera judicial y que es reproducción del de la sociedad a la que sirve, contribuirían a reforzar la apariencia de independencia en la sociedad.

En esta misma línea tampoco es baladí el conflicto que intermitentemente surge entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, que, conviene recordar, no es Poder Judicial.

Si bien el enfrentamiento entre ambas instituciones tiene un trasfondo jurídico y no político, también se ha utilizado para contraponer independencia y política, atribuyendo a los magistrados del Tribunal Constitucional un componente ideologizado en sus decisiones.

Con una visión realista y práctica, hoy por hoy la única solución pasaría por limitar los recursos de amparo que llegan al Tribunal Constitucional con base en la vulneración del art. 24 CE respecto de sentencias dictadas por el Tribunal Supremo, de forma que el primero se centrara en los conflictos de competencias Estado/CCAA y CCAA entre sí, así como en las cuestiones de inconstitucionalidad y en los recursos de amparo en general, pero sin posibilidad de revisar la valoración que, en materia de prueba o de estricta legalidad jurídica, hubiera realizado el Tribunal Supremo.

Finalmente, debemos admitir que el Consejo General del Poder Judicial tiene gran parte de responsabilidad en el surgimiento y extensión de ese sentimiento de "politización" de la Justicia, al no haber adoptado una actitud más contundente en la defensa de las actuaciones y decisiones de Jueces y Magistrados en el ejercicio de la jurisdicción, ni haber descendido al caso concreto para explicar a la ciudadanía la argumentación y el por qué de una resolución judicial.

Se trata de una responsabilidad por omisión, fundada muchas veces en la idea de que es mejor pasar desapercibido o de no enfrentarse con determinados grupos de presión, medios de comunicación..., que es incompatible con la posición institucional y las obligaciones del Consejo.

Una cosa es que la institución no deba estar permanentemente interviniendo en el debate público y otra muy distinta que no actúe o hable cuando es preciso para aclarar dudas, explicar conceptos o actuaciones o, simplemente, situar el debate en sus justos términos.

Por tanto, y esto es una responsabilidad interna del Consejo, han de adoptarse las medidas para que el Consejo pueda poner en marcha una política más activa en defensa de la independencia judicial frente a los intentos de mezclar Justicia y Política en perjuicio de ambas.

El deficiente funcionamiento de la Administración de Justicia

Ahora bien, en la desconfianza y pérdida de credibilidad en las instituciones, y más concretamente, en la Justicia, influye también la convicción de que no funciona como debiera.

Que el funcionamiento de la Administración de Justicia es deficiente o, al menos, resulta manifiestamente mejorable, es un hecho objetivo que no deja lugar a dudas. La pregunta es si esta situación tiene solución y, en caso afirmativo, cual es y si está a nuestro alcance, cuestiones que deben resolverse afirmativamente.

En una primera aproximación, podríamos distinguir tres factores que inciden de modo directo en el  incorrecto funcionamiento de la Administración de Justicia: la falta de control de la litigosidad (relacionada con un uso incorrecto y a veces abusivo del servicio público), la insuficiencia de la plantilla de Jueces y Magistrados, y, finalmente, las carencias e ineficiencia de la organización que sirve de soporte y apoyo para el ejercicio de la labor jurisdiccional.

El incremento de asuntos que acceden a los tribunales es un claro síntoma de normalidad democrática, amén de evidenciar la progresiva concienciación de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos y ser consustancial a un mayor nivel de vida.

Ahora bien, esta situación, unida al mal llamado hipergarantismo actual, que da lugar a que todo se judicialice y todo sea recurrible, genera una litigiosidadabsurda que además se perpetúa en el trámite y que contribuye a colapsar el sistema afectando de forma muy negativa al derecho de los ciudadanos a la tutela judicial efectiva y a un proceso sin dilaciones indebidas, sobre todo en el primer nivel.

El ingreso indiscriminado de asuntos que se ventilan en la Administración de Justicia, sea cual sea su relevancia, redunda en detrimento del tiempo que el juez debería dedicar a los asuntos de especial entidad o gravedad que merecerían mucha mayor atención de la que puede dispensárseles. En suma, el juez no puede en este contexto dedicar a cada litigio el estudio y dedicación que requiere.

Nuestro país presenta una tasa de litigiosidad muy elevada en comparación con otros países de nuestro entorno (189 asuntos por mil habitantes en 2012, frente a los 80 de Alemania o 100 de Italia), lo que pone de relieve una excesiva judicialización de las relaciones sociales, agravada por el coste de los procesos (entre los 705 y los 1.058 euros en función de que exista vista con práctica de pruebas y sentencia o no) y que nos obliga a plantearnos si no se estará haciendo a veces un uso abusivo del sistema.

Por otra parte, según los estudios del Consejo de Europa sobre "Eficiencia de la Justicia", en el año 2010 España sigue estando a la cola de la Unión Europea en la ratio de jueces por habitante, con una tasa de 10,6 frente a la media europea de 21,6/100.000 habitantes, hasta el punto de que desde 2006 a 2010 descendió del puesto 38 al 40 de un total de 47 países.

A pesar de lo expuesto, a pesar de que desde 1999 a 2010 el número de asuntos ha crecido un 50% mientras la planta judicial lo hacía solo en un 25%, a pesar de que no se han acometido mejoras organizativas..., el sistema funciona, renqueando, pero funciona. Los Jueces han venido supliendo las carencias con su esfuerzo y, en una labor callada pero firme, con la inestimable e imprescindible colaboración de la Abogacía, han asumido su papel como última garantía de los ciudadanos y han recuperado su confianza, abriendo vías de esperanza o aportando soluciones donde no las había o no se querían encontrar. Léase la problemática citada de los desahucios, los procesos hipotecarios, las cláusulas abusivas, las preferentes o la corrupción.

Pero esta situación voluntarista no puede mantenerse por más tiempo. De un lado, para conseguir el objetivo de racionalización de la litigiosidad sería conveniente extraer del ámbito de actuación de la Administración de Justicia aquellas materias en las que no está en juego realmente una petición de tutela judicial, desincentivar el uso abusivo del servicio público de Justicia, introducir fórmulas que permitan una mayor agilización procedimental y fomentar mecanismos alternativos de solución de conflictos en ciertas áreas.

Más concretamente, habría que pensar en impedir el acceso de asuntos cuya irrelevancia social o económica no lo justifica, facultar al Juez para rechazar de plano la pretensión por manifiesta falta de fundamento,sustituir el sistema de tasas por la facultad del Juez de imponer al litigante temerario el verdadero coste del servicio, desjudicializar determinadas materias civiles en que no existe controversia; despenalizar la mayoría de las faltas y determinado tipo de delitos, como aquellos contra la seguridad del tráfico, en que resulta más ventajosa la condena penal que la sanción administrativa; agilizar y simplificar los procedimientos (suprimiendo trámites innecesarios, concentrando los existentes, sustituyendo la escritura por la oralidad, generalizando las decisiones in voce, suprimiendo traslados reiterativos...), fijar un plazo máximo para la instrucción de las causas penales, concentrar la ejecución civil, penal, contencioso-administrativo y social en un mínimo de actos orales, sistematizar el régimen de recursos...

De otro lado, respecto al déficit de Jueces, el problema surge porque nuestro sistema ha vinculado siempre el Juez y el Juzgado, de manera que la creación de una plaza de Juez conlleva en todo caso tratándose de órganos unipersonales la creación de un Juzgado con la consiguiente plantilla de funcionarios, aunque la disfunción o el cuello de botella estuviera en la resolución y no en la tramitación, con el consiguiente impacto económico, lo que tiene un efecto disuasorio en la puesta en marcha de nuevos Juzgados.

Para solucionar esta situación, afrontando el problema en sus justos términos (lo que significa no continuar multiplicando los Juzgados, sino corregir la disfunción allí donde radica: el momento de la decisión del conflicto por el Juez), sería necesario romper el vínculo Juez/Juzgado, de forma que pudieran crearse nuevas plazas de Juez sin que comportasen la dotación de un nuevo Juzgado. Para ello bastaría que se diera nueva redacción al art. 437 LOPJ, permitiendo que una unidad procesal de apoyo directo pudiera prestar servicio a varios Jueces (como de hecho ocurre en las secciones de las Audiencias Provinciales o en las Salas de los Tribunales Superiores de Justicia).

En cualquier caso, la situación es urgente porque no hay plazas vacantes para 180 jueces en activo, que están haciendo labores de refuerzo y sustitución, ni para los 200 nuevos jueces que saldrán de la Escuela Judicial en abril de 2014...

Finalmente, el desarrollo de la función jurisdiccional requiere una organización de carácter instrumental que le preste asistencia y apoyo, realizando las actuaciones necesarias para el eficaz y exacto cumplimiento de cuantas resoluciones dicten los Jueces.

La organización clásica de la Administración de Justicia en España, basada en la existencia de células autónomas que funcionaban de manera independiente y aislada, sin posibilidad de coordinación ni menos aún de trabajar con criterios de agilidad, eficacia, eficiencia, racionalización del trabajo, responsabilidad por la gestión y colaboración entre unas y otras, se demostró incapaz de atender las demandas y necesidades de una sociedad moderna, lo que dio lugar a una profunda reforma, iniciada en 2003, para implantar un nuevo modelo de oficina judicial.

Sin embargo, la aplicación del nuevo modelo ha provocado serias disfunciones que, unidas a problemas previos de la propia organización judicial (demarcación y planta, modelo de carrera...), están impidiendo la consecución del objetivo propuesto de una Justicia más ágil, más eficaz y de más calidad.

En esta línea, es necesario tener claro que la oficina judicial es un instrumento para el desempeño de la función jurisdiccional, no un fin en sí mismo y menos aún un medio para controlar o mediatizar la labor de los jueces.

Asimismo, hay que redefinir y concretar el régimen competencial, actualmente repartida entre el Consejo General del Poder Judicial, el Ministerio de Justicia y las Comunidades Autónomas, propiciando una solución definitiva respecto del personal, el Secretario Judicial y los propios Jueces.

La solución más coherente con la Constitución pasa por residenciar en el Ministerio de Justicia o en las Comunidades Autónomas la materia relativa al personal (no entre ambos como ocurre actualmente) y en el Consejo General del Poder Judicial las competencias relativas a los Secretarios judiciales, ya que si se considera que es director del proceso su dependencia del Ejecutivo resulta contradictoria con el art. 117 CE. Esto permitiría una actuación coordinada y más eficaz.

Asimismo, habría que apostar por la profesionalidad del personal auxiliar, construyendo una verdadera carrera administrativa que estimulara la promoción profesional; revisar y reorganizar la distribución territorial de forma que responda a la actual realidad social, demográfica, económica, industrial e incluso de vertebración; implantar el expediente judicial y asegurar la compatibilidad de los sistemas informáticos...
 
Porque la Justicia, esa Justicia del siglo XXI que todos deseamos, es posible. Pero siempre que interioricemos que es una prioridad que debemos construir entre todos, por encima de intereses particulares o partidistas, y que invertir en Justicia es invertir en el futuro de nuestro país y en el de sus ciudadanos.


[*]  Manuel Almenar es magistrado y acaba de finalizar su mandado como vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)

 
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