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El caso Artur Mas: catalanorexia o filobustismo

miércoles 02 de septiembre de 2015, 17:14h
A estas alturas ya parece incuestionable que algún tipo de patología retuerce la mente del señor Mas. Se ha lanzado al galope con la bandera de una causa que viste de proyecto político superlativo y que es, a todas luces, una quimera, o sea, “aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo” (RAE). La única explicación posible es que se le ha ido la olla.

La vigorexia es un trastorno mental que atormenta a los afectados con una obsesión enfermiza por la propia figura, lo que les lleva a consagrar su vida al ejercicio. Se la ha llamado anorexia inversa. Ni la una ni la otra son enfermedades del cuerpo por más que la una lleve al disparate de un físico hipermusculado y la otra a una delgadez extrema; son las consecuencias de una grave patología psicológica caracterizada por una distorsión de la percepción de la realidad. No es vigoréxico el que se pasa el día en el gimnasio, sino el que lo hace porque se sigue viendo enclenque, y no es anoréxico el que limita la ingesta, sino el que lo hace porque se sigue viendo gordo.

Puede que la patología de Mas sea la catalanorexia, enfermedad obsesiva emparentada con las anteriores en la medida en que se caracteriza por estar asociada a una deformación en el discernimiento de la realidad. Síntomas de su padecimiento son, por ejemplo, la delirante reinterpretación de la historia (que les lleva a leer secesión por sucesión, entre otras lindezas, hablando de una guerra en la que todos peleaban por un rey de España, que era distinto en cada bando, claro), la mitificación de su causa (que acaba inevitablemente adquiriendo la condición de sacrosanta), la agobiante sensación de estar amordazado y apaleado por los otros (pues el mundo lo dividen en nosotros y ellos, y los que son de los nuestros pero no están de acuerdo es porque están emponzoñados mentalmente), o la invención de un paraíso futuro (que nos librará del sometimiento, de la humillación, del encadenamiento en una torre del homenaje con puerta vigilada por barbudos murcianos y extremeños; un paraíso en el que el mundo feliz de Aldous Huxley podría llegar a parecer una chuminada).

En caso de ser así, sería una patología sobrevenida pues don Artur no parece haber nacido iluminado, toda vez que ha sido consejero de economía en el gobierno del honorable Jordi Pujol y demostró una lucidez y un realismo sin el que hubiera sido muy difícil dominar las sumas, las restas y los porcentajes. Se cayó del caballo cuando perseguía a los rácanos castellanos alentando manifestaciones para asustarlos. Pero los que nacen con la catalanorexia, o la han cronificado de pequeños, como parece ser el caso de su escudero, Oriol Junqueras (de quien desconocemos si la trae de serie o si algún murciano le quitó el peluche en la guardería), tienen otro perfil: lloran con facilidad ante los micrófonos llamando a la Guerra Santa; oyen voces, como los pastores de Fátima, que les animan a aliarse con el diablo si es menester; adquieren conocimientos diversos, como la genética o la alquimia, por ciencia infusa; algunos hasta levitan…

Lo que sí está fuera de toda duda es que el pobre Mas está atacado de filobustismo, enfermedad descrita como afección desmesurada por el busto (o escultura) propio como reconocimiento público a su grandeza. También se trata de un achaque mental. No me cuesta nada imaginarme al pobre Artur calándose una gorra y probándose gafas de sol ante el espejo de su casa para ver de qué modo puede salir a la calle de incógnito. Esto de ser el elegido, cargo que la diosa fortuna le ha otorgado, también tiene su parte negativa: no poder salir y disfrutar del mundano placer de ver el rostro alegre y decidido de sus compatriotas, entre los que no se cuentan, lógicamente, ni los turistas ni los murcianos, extremeños, etc. O no poder escuchar, apostado en la barra de algún bar, las conversaciones de los ciudadanos reconociendo la cesárea determinación y el heroico desprecio al peligro del gran timonel, Artur Mas.

Tampoco me cuesta verle salir por la puerta de servicio y alejarse a buen paso, para dar esquinazo a los escoltas, hasta llegar a la parada de autobús. Allí se sentará en la parte de atrás y se dejará llevar ladera arriba camino de los altos del Carmel, donde se pueden ver todavía los restos de las baterías antiaéreas de la República. La línea no es de sus favoritas, ni el barrio tampoco, abundan los hijos de castellanoparlantes, pero quiere subir allí por tratarse de una loma privilegiada desde la que se puede ver la recoleta Barcelona y los municipios del entorno que se aprietan contra ella como si buscaran el calor de una madre, o como si fueran emigrantes y le disputasen el turno a la señora Ferrusola en la puerta del consultorio médico, según se contemplara la escena con ojos de poeta o con visión de ultranacionalista.

Allí podría instalarse un grupo escultórico, algo así como un conjunto de ciudadanos avanzando al modo del cartel de Novecento, pero con personajes representativos, como un payés con barretina, un castellet con un chiquet sobre sus hombros y quizá también una mujer llena de arrojo que deja ver uno de sus pechos sin darse cuenta, pero digo quizá porque podría recordar más a la heroína aragonesa (y ese es un vínculo superado por la Historia) que a la patriota republicana francesa, cosa que si podría venir bien para demostrar que los feligreses de la independencia miran hacia Europa antes que a la meseta, olvidando que fueron soldados gabachos los que tomaron Barcelona en aquellos días heroicos en los que Rafael Casanova envió a una muerte innecesaria a miles de ciudadanos; pelillos a la mar. Pero él no ha subido para eso.

Lo que quiere es inspirarse desde las alturas sobre cuál será el lugar apropiado para instalar su escultura y ojea todo con atención: el parque de la Ciudadela, los muelles del Port Vell… Ya sabe que esto es algo que decidirán los catalanes buenos a posteriori, cuando él ya esté muerto, sea por un cáncer de próstata tras largos años de presidente de la República y padre de la patria, o por un disparo de un guardia civil en los primeros, y gloriosos, momentos. Pero si él dejara dicho en confianza a su chófer, así como quien no quiere la cosa, dónde le gustaría que le erigieran el monumento… quién sabe…

Lo que sí tiene claro es que jamás le deberían homenajear en dúo con Oriol. Reconoce, por supuesto, la entrega generosa de ese hombre, pero los intereses de la patria están por delante y, desde luego, el aspecto de extra de las películas de El señor de los anillos del líder de ERC perpetuado en bronce no beneficiaría en nada a Cataluña (no como en su caso, que tiene un innegable aire Clark Kent). Y además, por protocolo, tendrían que ponerle a él ligeramente adelantado con respecto al otro y podrían recordar al Quijote y Sancho, cosa que sería abominable e inapropiada. Y españolista.

No habrá independencia ni escultura, pero cuidado con los flipaos lenguaraces, que la pueden liar parda. El que piense que los movimientos sociales están siempre antes y que desde ellos se aúpa a los lideres está menospreciando el poder de manipulación de los medios de comunicación cuando son usados para lanzar mensajes incendiarios por los que creen ser sumos sacerdotes de una causa que está por encima de todo. Hay miles de ejemplos de este mal en la Historia, para el que la humanidad parece no disponer de remedio. ¿O es que el ochenta por ciento de los alemanes eran nazis antes de que Hitler se les pusiera al frente? “Ya se sabe”, dice Stefan Zweig en la biografía de Magallanes, “que el nacionalismo es una cuerda que aun la mano más grosera es capaz de hacer vibrar sin gran trabajo”.

El quijotesco dúo y sus adláteres hablan como si los catalanes fueran los ciudadanos de Fuenteovejuna sin entender que no, que no todos creen en los Reyes Magos. ¿Qué han aumentado mucho los que creen? Claro, unos hipnotizados por el paraíso y otros alentados por la patraña de que así dejaran de robarles los murcianos. El caso es que ellos se refocilan con el monotema, incapaces de dejar de mirarse al ombligo, habiendo alcanzado de momento el glorioso logro de aburrir a las piedras. Mientras, los otros catalanes, muchos, muchísimos, viven, piensan, sienten y desean lo que los demás españoles. Brindemos por ellos.

El final de Artur produce curiosidad. Seguramente su estrella será tan fugaz como la de Ibarreche pasado un tiempo. Pero puede que no, que termine liándola y dé con sus huesos en la cárcel, donde se le acaben poniendo mustias hasta las patillas de las gafas. Puede que un día, penando en algún rincón del presidio, vea que se le acerca un hombre grande, con gesto serio y algo en la mano. Muy probablemente se trate de un joven de Olot, que porta una baraja dispuesto a animar un poco a su paisano, pero puede que él lo confunda, con autentico pavor, con un bribón de Totana que trae un tubo de vaselina entre los dedos…
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