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Niños y barro

sábado 27 de febrero de 2016, 18:54h

Levanto la mirada del libro. La acerco al amplio ventanal y veo gran parte de la urbanización. Está casi vacía. El frío encoge las calles y las farolas, y la leve llovizna entrega gotas de agua al cristal donde se mueven como si tuvieran vida propia. El viento es leve. Los pinos se mueven saludando a algún visitante misterioso. Las melias, con sus brazos desnudos, bambolean con un ritmo casi carnavalesco. Pasa por la calle un automóvil viejo que busca alguna de las pocas casas habitadas. Y también algunos paseantes, embozados para resguardarse del fío, pasean con sus canes. Los perros están alegres porque salen de la prisión de las casas. Allí suelen pasar el tiempo mirando las ventanas para que el dueño entienda que desean rastrear el campo, buscar árboles o matojos señalados, tener olores de yerbabuena o romero, encontrar esquinas y sendas que merced a su poder odorífero serán clasificadas dentro del territorio. Hay humanos que sacan de paseo a sus canes, y hay canes que sacan de paseo a sus humanos. En toda manada siempre hay jefes y subordinados.

El silencio de las calles, y su soledad, se rompe por los gritos de unos chavales que juegan en una plaza lejana. Desde el ventanal puedo observarlos. Son pequeñas piezas vivas, me recuerdan a los pitufos. Se mueven como muñequitos en la lejanía. El balón con el que satisfacen su sed de movimientos apenas se ve, pero el juego de figuras yendo y viniendo, y los gritos persistentes, poco entendibles, me dicen que están jugando un anárquico partido de fútbol. Hace un rato que finalizó el Derby entre el Madrid y el Atlético y sospecho que sus brillantes juegos imaginativos están reproduciendo el partido. Unos llevan camisetas del Madrid, otros del Atlético (estas son más perceptibles) y los demás de equipos diversos, no faltando por supuesto ni el Barça ni el Manchester ni la Selección Española. Mientras los veo corretear, y regatearse unos a otros al margen de sentirse en equipo, me entra el deseo de acercarme al parque y sentarme en un banco para mirarlos. Siento que lo que pueda ver no será menos apasionante que la victoria del Atlético que acabo de observar hace una hora en la tele.

El libro brilla rojizo por el sol tardío del sábado. Y yo cumplo mi deseo. Me voy de casa hasta el parque en el que los chavales juegan su anárquico partido. Llego y me siento en el banco a observarlos. Luego les pregunto sobre qué les ha parecido el Derby. Todos me miran extrañados por la pregunta. “No lo hemos visto”, me dice un chaval tan esquelético que parece iniciar sus piernas desde las axilas. “Estábamos jugando al fútbol”, comenta un gordito con una camiseta del Madrid que tiene su blancura llena del barro de la calle.

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