Muchos historiadores —sacando conclusiones de lo que significó en los siglos XIX y XX el caudillismo, la autocracia, las dictaduras de cualquier pelaje y el totalitarismo— consideraban que la imperfecta fórmula democrática sería el sistema político de elección para el siglo actual. Según ellos, nunca más volverían a América Latina tiempos como los de Porfirio Díaz, Batista, Pérez Jiménez, Perón, Somoza o Trujillo, por sólo citar unos pocos casos.
Pero el peligro no ha sido conjurado, y “hombres fuertes” siguen apareciendo aquí y allá, al frente de gobiernos que nacen de la frustración y el aplauso de sus pueblos, hastiados de regímenes que nunca fueron democráticos. Esos nuevos caudillos justifican sus actos y sus entuertos, excusándose con que poseen “una personalidad fuerte y un liderazgo fuerte”, y que por eso deberemos soportarlos.
Los nuevos caudillos, en consecuencia, hacen que los suyos les diseñen constituciones a su medida. Que les permitan imponer su voluntad a los restantes poderes del Estado; que se comience por poner por encima del derecho de los demás, el suyo propio; que la economía se subordine a sus caprichos populistas o sus delirios de grandeza; que no prevalezca ninguna otra opinión sobre lo humano o lo divino, que la salida de su boca, las más de las veces en medio de descalificaciones e insultos.
De los nuevos caudillos son todas las victorias, y las derrotas y errores, de sus colaboradores caídos en desgracia, infiltrados o traidores a su ideario político. Por último, exigen con furia que todos aplaudamos incesantemente cada uno de sus gestos, discursos y decisiones, no importa si al avanzar un paso, damos dos hacia atrás. Por fortuna, más temprano que tarde, la Historia se encarga de sepultarlos.