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Diario de Verano

Prohibiciones, prohibiciones

miércoles 30 de julio de 2008, 10:15h
Hay muchas cosas que recuerdo de cuando era pequeña. Especialmente todo lo que tiene que ver con el ocio.

Recuerdo que en verano cuando me iba de vacaciones con todos mis primos (todos éramos pequeños) nuestros padres nos metían como buenamente podían en los coches. Mejor dicho, nos apiñaban como si fuéramos paquetes. Entonces no existían los cinturones de seguridad ni mucho menos las sillitas homologadas que ahora mismo son obligatorias. Los padres tampoco se ponían los cinturones, no había aire acondicionado (pero los niños nunca tienen calor, ni frío) y puedo ponerme a enumerar un montón de cosas cuya normativa actual era impensable hace años. Estos días en Marruecos he vuelto a esa falta de normativa. Viajar aquí es una suerte de viajar en el tiempo hacia atrás: ni cinturones, ni sillas reglamentarias, ni prohibido fumar ni normas de seguridad ni higiene.

Los españoles hemos ido acatando normas de manera progresiva especialmente desde nuestra entrada en la UE (hay que ser europeos y eso implica, civilización). Recordamos vagamente cómo vivíamos antes sin que eso signifique que no hayamos puesto el grito en el cielo ante tanta imposición que, supuestamente, merma nuestras libertades individuales por el bien de la comunidad.

Es curioso comprobar qué fácilmente el ser humano se acomoda a las costumbres, especialmente si van hacia atrás. Estoy de vacaciones en Tánger rodeada de españoles que según se suben al coche olvidan un acto tan cotidiano en España como es abrocharse el cinturón, o encenderse un cigarrillo en la cola de una farmacia mientras esperan su turno. Aquí nada parece hacer daño. Es más, aquí el tabaco no mata. Y me explico, las autoridades no advierten que su consumo provoca todo tipo de maldades. (Yo, por si acaso en España, por aquello de que soy mujer, siempre le pido a la estanquera que me dé el que advierte del peligro contra el esperma, me quedo más tranquila). Por supuesto se puede hablar por el móvil mientras se conduce y lo del control de alcoholemia no se hace porque casi nadie bebe alcohol.

Ayer me acerqué al mercado de Asilah a comprar. Ir a la compra es un divertimento y aunque hay hipermercados resulta más bucólico recorrer las callejuelas angostas y empedradas del pueblo regateando en todos los puestos de frutas, verduras y pescados. Por supuesto, la carne y el pescado no conocen el hielo. Y por lo que veo, tampoco nos hemos muerto. A lo que iba. Cuando terminamos la compra, mi acompañante y yo nos montamos en el coche de vuelta a casa y nos encontramos con un coche aparcado en medio de la calle que impedía la circulación en ambos sentidos: un monumental atasco. La copiloto, una dama con su velo no parecía estar muy nerviosa. Imaginé que su marido era el que conducía y se había bajado un momento para recoger algo en alguna tienda. Diez minutos de cláxones después (tampoco muy exagerado) apareció un policía  que resolvió el asunto de la siguiente manera. A golpe de tres silbidos profundos ordenó a tres mozos allí presentes que auparan el coche (con la mujer del velo dentro) por la parte de atrás y lo movieran lo suficiente como para dejar paso a los coches. Asunto resuelto. Justo en ese instante llegó el propietario del vehículo que, de haber estado en cualquier pueblo de España, amén de una gran multa, hubiera sido abucheado por los allí presentes. Nada de eso. Todos parecieron comprender que el hombre tenía asuntos que resolver y que su mujer no podía tomar las riendas del vehículo para solventar el entuerto. Faltaría más. El hombre saludó al policía que le tendió la mano, le sonrió y que no sé lo que le dijo porque no tengo ni pajolera de árabe pero por las caras que ambos ponían no parecía haber muy mal rollo. Pues ya está. A otra cosa, mariposa. A todo esto, la mujer copiloto estaba como jugando a un juego en el móvil. ¿Quién ha dicho que aquí no se progresa?

Continuamos camino mi acompañante y yo sorteando en la calle a todos los viandantes que, por supuesto, no se mueven. ¿Para qué? Si ya saben ellos que no los vas a atropellar. Llegamos a un mercado. Primer puesto. Un ternera colgada (rabo de pelo incluido) de un gancho. Así, sin lavar, goteando la sangre y haciendo las delicias de todas las moscas. En ese momento compruebo que mis chanclas de goma no eran el calzado apropiado (mañana con catiuskas, pensé). Los tenderos reclaman tu atención a gritos. Ellos se dan cuenta de tu procedencia y aunque no saben lo que es el IBEX 35 y lo que sus fluctuaciones afecta al bolsillo de los españoles (ni falta que les hace) saben que para nosotros un kilo de solomillo a 100 dirhams (poco más de diez euros) está tirado. Aún así (dónde fueres, haz lo que vieres) hay que regatear y si te lo puedes llevar por 80 dirhams, o sea dos euricos menos, mejor que mejor. Mientras mi acompañante se pelea con el tendero sobre lo caro que está el solomillo (tendrá valor) yo me acerco al puesto de al lado y charlo con el tendero (aquí todos chapurrean el español). Una cabeza de becerro me mira. Y sólo la cabeza, porque el resto del cuerpo ya está colgado detrás. Sí, ya sé que es escatológico, pero es así. En el puesto de los ajos y cebollas, que está al lado de la puerta del mercado, apenas oigo lo que el tendero me dice porque el muecín está cantando desde el mirahb de la mezquita llamando a los fieles a la oración. Todo esto con un fuerte olor a hierbabuena. Entonces te das cuenta de que, efectivamente, somos seres que enseguida nos acostumbramos y obviamos lo que no incomoda en el día a día. Me adentro de nuevo en el mercado y me enciendo un cigarro. Por los viejos tiempos. Por cierto, el solomillo nos lo cenamos y estaba buenísimo.

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