Cinco corredores (Valverde, Contador, Sánchez, Sastre y Freire) cada uno de su papá y de su mamá autonómicos, un equipo en el que se contaban los ganadores del Giro y del Tour, coordinados, con espíritu de equipo, con voluntad de victoria, al modo maoísta, donde lo importante es el grupo y no el individuo, consiguieron, a lo largo de la durísima prueba, que uno de ellos, Sánchez, se subiese al podio con el oro olímpico, a los acordes del ya entrañable –gracias al deporte— “chinta-chinta-tachín-tachín -chinta-chinta”.
Primer oro. Primera lección para quien la quiera recibir. Unidad en la diversidad. Variedad en la unidad. Buen rollito deportivo que muchos quisiéramos ver en otros órdenes --¿qué tal en el de la financiación autonómica?— de nuestra vida pública. En todas las competiciones deportivas se respetan las reglas y se cumplen los plazos de salida. Eso para empezar. Luego, el esfuerzo y el apoyo de los compañeros de equipo hacen el resto.
Detalle curioso que casi nadie ha señalado con énfasis: el 80% de los atletas españoles presentes en los JJ.OO. de Beijing sale de federaciones y/o clubes catalanes. Visto así, un nivelazo. Aunque el memo de Joan Puig (ex diputado bloguero de Esquerra Republicana de Catalunya) se dé a todos los demonios --que ya lo ha hecho—y le ataque un telele al ver a tanto catalán/a de origen y/o adopción sudando la camiseta con los colores españoles.
Ciertamente, los Juegos Olímpicos son un negociazo. Pero también un espectáculo en el que afloran, a modo de chispitas, lo mejor de la condición humana, en forma de esfuerzo y de colaboración. Vaya lo uno por lo otro en un mundo globalizado. Especialmente si cae una medalla, preferentemente de oro. Especialmente si, además, uno disfruta como un enano crecido con el buen juego de la selección de baloncesto o el recital de potencia de Rafael Nadal, el favorito de los dioses tutelares del tenis. Lo importante es participar, competir. Eso decía el buenazo del barón Pierre de Coubertin. Naturalmente, competir para ganar.