En los años 80 del siglo pasado, una vez liberada España del nacionalcatolicismo, de los residuos del franquismo y resignado ya el país a dejar de ser la reserva espiritual de Occidente, las salas X florecieron sobre todo en las grandes ciudades. Ya no hacía falta desplazarse a la impía vecina del norte para acudir a ver El último tango en parís para salir, a renglón seguido, algo decepcionado por un film que tiene mucho más de existencialista que de pornográfico.
Y, desde el principio, esas nuevas salas X vieron como sus butacas eran ocupadas por toda una pléyade de proscritos, vergonzosos, clandestinos y hasta esa fecha indecentes espectadores que, en el peor de los casos, accedía a ellas adoptando las mínimas precauciones necesarias para no facilitar la identidad personal a curiosones y mirones apostados en las cercanías. Todas esas precauciones, miramientos y remilgos se fueron perdiendo más pronto que tarde y la gente, en muy poco tiempo, se metía de cabeza a los nuevos cines (que, por cierto, también daban sesiones matinales), para compensar la falta de imaginación propia con fotogramas explícitos de tocamientos, conquistas imposibles, pechos olímpicos como los de Maria Antonietta Beluzzi (la inolvidable estanquera del Amarcord de Fellini), genitales de museo antropológico y saltos de orgasmo en orgasmo con el mismo esfuerzo que quien va de oca a oca y tira porque le toca.
Tras el deslumbramiento inicial vendría, como es lógico, el cuestionarse qué hay detrás de una industria como esa de la pornografía, la vejación de las mujeres, los infracontratos de la gran mayoría de actores y actrices, los abusos, la trata, etc. Y el frenesí de esa aparente libertad se fue viniendo abajo, ayudado lo mismo también por la ínfima calidad del 99 por ciento de las películas que podían encuadrarse en ese segmento cinematográfico. El caso es que 8 o 10 años después, las salas X fueron desapareciendo una tras otra hasta el punto de que, en ciudades como Madrid, llegó a existir sólo una, situada en la calle Duque de Alba, hoy reconvertida a sala casi de culto, con interesantes estrenos.
Ahora, en la era de internet, el ministro José Luis Escrivá, el responsable de transformación digital, ha presentado su proyecto para restringir el acceso a la pornografía de los menores de edad. Y lo hace ofertando una especie de “pajaporte” (que así lo ha bautizado el pueblo), dirigido a los adultos, que han de pasar por lista oficial tras bajarse una aplicación para su móvil que les haría formar parte del catálogo de onanistas patrios, por supuesto, convenientemente controlados por el estado a través de su firma digital que no sabemos si un buen día el fiscal general (“¿de quién depende la fiscalía, eh, de quien depende…?) utilizará públicamente para denostar a alguno de sus integrantes. Fórmula esta, por cierto, que no asegura en modo alguno que los menores (el teórico bien a proteger), no sigan entrando a portales extranjeros con la misma impunidad, y la aún más que preocupante intención de seguir consumiendo porno a discreción desde la más tierna infancia. O acceder a las adictivas plataformas de juegos online, sin ir más lejos.
Esto se pone en la plaza pública justamente en la semana de gloria de Begoña Gómez, la señora presidenta, investigada por un juez por presuntos delitos de corrupción en el sector privado desde las covachuelas de Moncloa, tráfico de influencias a colación de las reuniones y negocios que la codirectora de ese sospechoso máster en la Complutense, mantuvo con empresas como Globalia (luego casual y afortunada agraciada con fondos de la UE), o por hacer propio el software que habían desarrollado, gratis, Google, Telefónica e Indra para la misma Universidad Complutense.
Habrá quien piense de forma torticera que la jugada no deja de ser una nueva maniobra surgida en los laboratorios de Moncloa para desviar la atención de la opinión pública por enésima vez de ese asuntillo sin importancia que suponen los tejes y manejes de la “señora presidenta” (lógicamente con conocimiento de su marido), para demostrar al mundo mundial que el genio, la inteligencia, la capacidad de generar negocios con la administración, de doblegar a los presidentes y consejeros delegados de las empresas del IBEX, es un asunto la mar de fácil, sobre todo si una está casada casualmente con el presidente del gobierno. Y para demostrar que una vez más los libelos digitales ponen el caso de Begoña frente a las anteriores esposas de presidentes democráticos de gobierno españoles (Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar y Zapatero), que no osaron utilizar la figura de sus señores esposos para introducirse en el mundo de los negocios. Y, aún mucho peor, a los que conectan este tipo de prebendas con la figura de Carmen Polo, la esposa de Franco (¡lagarto, lagarto…!), cuya figura trataba de contentar cualquier joyero de la piel de toro, conocedor como todos, de la afición de doña Carmen por pulseras, gargantillas, pendientes, anillos y todo lo que brillase en los escaparates de esos establecimientos. Y, por supuesto, sin pagar ni un solo duro…
Y, para general choteo del respetable, y prueba infalible de que el esperpento de Valle-Inclán no ha muerto, Escrivá ha vuelto a salir a la palestra como prueba del nueve de que todo seguirá igual en materia de pornografía, para adultos y menores, y que otros problemas de similar calado, como el juego por internet, o la misma utilización enfermiza y adictiva de las redes entre menores, e incluso entre los adultos, no son cuestiones de estado, sino de familias y gabinetes psicológicos. Pero no desespere, este y otros decretos-leyes del gobierno solucionarán todos los problemas de un plumazo, si es que no nos dejan una herencia aún peor.
Claro que uno se hunde inevitablemente en la miseria cuando conoce que a dirigir el Banco de España puede ir el mismo personaje que ha tenido la brillante idea de burocratizar la masturbación patria. Me echo a temblar...