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Veinte años sin verdugo y unas dosis de veneno

domingo 07 de abril de 2024, 11:52h
Veneno de Fernando Gómez con prólogo de Eloy Arenas
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Veneno de Fernando Gómez con prólogo de Eloy Arenas (Foto: Fernando Gómez y Eloy Arenas)

Pronto hará 20 años, el próximo junio, de aquel momento, en el que alojado por no recuerdo qué circunstancia en el Parador de San Marcos de León, recibí la llamada telefónica de Natalia Figueroa para comunicarme la muerte en Roma de Nino Manfredi.

Compartíamos una enorme admiración por el actor italiano y muy especialmente por su interpretación sin posible parangón en El verdugo de Luis García Berlanga. Participábamos igual y conjuntamente de la fascinación morbosa hacia Antonio López Sierra, el atrabiliario y último "ejecutor español de la justicia", que habíamos conocido y tratado, aunque en distintas circunstancias, y que en muy buena medida había servido a los guionistas de la película, el mismo Berlanga y el gran Rafael Azcona, para trazar parte de los perfiles del personaje, José Luis Rodríguez, que encarnaba Manfredi.

Considerábamos y consideramos El verdugo como una de las mejores piezas del cine universal de todos los tiempos, plagada de escenas memorables entre las que cabe destacar aquella en la que, próximo al final de la cinta, reo y verdugo, en estado lamentabilísimo, son literalmente arrastrados por una lóbrega comitiva a través de un patio carcelario. Un dramático paisaje recreado en un plano desde una cámara fija, con un encuadre en picado y con una perspectiva desoladora en la que el punto de fuga es una pequeña puerta sin salida ni retorno. Pocas veces una imagen ha sido capaz de decir tanto y tan alto sobre la barbarie que representa el ritual de la pena de muerte.

Junto a Natalia y Emma Penella, que había encarnado a Carmen, la esposa de José Luis/Nino e hija del verdugo, José Isbert/Amadeo, le dedicamos al finado nuestro particular homenaje en forma de ágape funerario, compuesto por lo único que se les ve comer a los protagonistas durante el metraje de la cinta: una Zarzuela de pescado y marisco, con plátanos de postre; "banquete" con el que celebran, en Palma de Mallorca, la posibilidad de que el reo no sea finalmente ajusticiado, a causa de su muy precario estado de salud.

Durante el cuchipandeo fúnebre recordamos que la antedicha escena del penal era una recreación de lo que Antonio, el avinagrado verdugo, solía contar a quien quisiera escucharle, como fuera el caso de Basilio Martín Patino, en su estremecedor documental Queridísimos verdugos, respecto a la ejecución de Pilar Prades Expósito, la última mujer ejecutada a garrote en España, allá por 1959, tras ser condenada a muerte por el asesinato de dos mujeres, sus patronas, mediante envenenamiento.

Sabido es, y así lo indican los estudios mundiales sobre el Homicidio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), que, aproximadamente, un 64% de las mujeres que matan lo hacen con veneno, en un porcentaje netamente superior al de otros medios, como las armas de fuego, 20%, armas blancas, 11% y estrangulamiento, 5%. La sustancia más común es el arsénico, por la facilidad para encontrarlo en productos de droguería, para el cuidado de la madera, como plaguicidas y para otros diversos fines. Usando arsénico acabó con la vida de sus víctimas la llamada "envenenadora de Valencia" y con arsénico ejecutaron a una buena cantidad de hombres, entre cincuenta y trescientos, en el pueblo húngaro de Nagyrév, entre 1914 y 1929.

Aquel masivo y asesinato lo llevaron a cabo las autodenominadas "Creadoras de ángeles de Nagyrév", esposas, novias e hijas de las víctimas, en un caso que en su momento hizo correr ríos de tinta en medio mundo y que ahora retoma como argumento el periodista y novelista Fernando Gómez, en lo que va a ser su debut en la dramaturgia y el teatro. Lleva por título Veneno, y lo ha editado primorosamente Los Libros del Mississippi.

En su pieza teatral, Fernando estiliza el caso y lo reconsidera desde una nueva mirada iluminada por la visón contemporánea de los derechos y la dignidad de la mujer. Algo imprescindible porque tales ocurrieron durante la Primera Guerra Mundial, cuando los varones del enclave húngaro fueron llamados a filas.

Unos hombres que hasta aquel momento habían acordado tradicionalmente matrimonios con niñas, a cambio de almendros, caballos y tierras de labor, para dedicarse a continuación a emborracharse sin tasa, propinarles brutales palizas, y tomar, cuando les placía, los pocos ahorros de los que ellas habían hecho acopio en extenuantes jornadas de trabajo, para gastárselo en francachelas con rameras de los pueblos aledaños.

Las mujeres de Nagyrév, estaban convencidas de que el mundo estaba inexorablemente ordenado de esa manera, pero con motivo de la contienda fueron llegando al pueblo pequeños contingentes de prisioneros austriacos, que a sus ojos se antojaron seres de otro mundo. Los cautivos, que inicialmente venían cargados de cadenas, poco a poco fueron demostrando su potencial utilidad en otras tareas y la autoridad local fue concediéndoles progresivas cotas de libertad. Así, las féminas locales empezaron a acercarse a ellos para proporcionarles algunos míseros recursos de ropa y alimentos, que ellos agradecieron enseñándolas a leer y a escribir, a bailar el vals, o a recitar al poeta nacional y cima del Romanticismo húngaro Sándor Petőfi:

"Un árbol seré, si de él eres su flor./ Si eres el rocío: yo, flor seré/ Rocío seré, si eres un rayo de sol …/ Solo para que podamos unirnos./ Si tú, mi niña, eres el cielo:/ En estrella me transformo./ Si tú, mi niña, eres el infierno:/ Para unirnos, me condeno". Música celestial para aquellas miserables que hasta aquel momento habían sido tratadas como bestias de carga y salvajemente abusadas.

Pero la guerra acabó en el frío noviembre de 1918, y muchos de los asilvestrados maridos y novios volvieron del frente, mientras que los civilizados cautivos volvían a sus lugares de origen. Las mujeres de Nagyrév recuperaron la rutina cotidiana de violaciones, palizas y saqueos, pero algo había calado muy profundo en sus conciencias y habían aprendido que aquello no era una ley natural que debían aceptar con sumisa resignación. Como en la canción de Raimon, ellas parecieron entonar:

"Per unes quantes hores/ ens vàrem sentir lliures. /I qui ha sentit la llibertat/ té més forces per viure". Y esa libertad la consiguieron gracias al arsénico. Viudas y compuestas sin novio, crearon una escuela en la que niños y niñas eran educados en libertad e igualdad, al tiempo que empezaban a sentar las bases de un nuevo modelo de sociedad y de relación entre géneros, pero las sospechas fueron creciendo hasta que, en 1929, las autoridades decidieron exhumar docenas de cadáveres del cementerio local. Se descubrió el pastel y se constató que contenía arsénico. Un hombre y treinta y cuatro mujeres resultaron implicadas.

26 de ellas fueron juzgadas y 8 sentenciadas a muerte, aunque sólo 2 resultaron ejecutadas, mientras que otras 12 recibieron penas de prisión en distintos grados.

Con esos mimbres históricos, Fernando ensambla un apasionante drama en cuatro actos, pleno de vigor y pulso narrativo, que ha prologado con delicado asombro el actor y humorista Eloy Arenas. De ponerlo negro sobre blanco y producirlo en libro de papel se ha encargado el tan joven como rutilante editor de Los Libros del Mississippi, Antonio Benicio Huerga, que ha bebido hasta saciarse, y se nota, en las fuentes de Mark Twain, Leopoldo María Panero y William Faulkner.

A los 3, mucha, muchísima mierda.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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