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La muerte en vivo, una paradoja argentina

La muerte en vivo, una paradoja argentina

sábado 22 de noviembre de 2008, 13:16h

Hugo Asch es periodista de Perfil, fue mi jefe de redacción hace muchos años y aprendí mucho de él. Hugo es un tucumano por adopción, ha mamado y relatado sus historias y personajes como ningún extranjero contemporaneo lo ha hecho en estas pampas. Hoy Hugo me contó por mail que "Mario Ferreyra era un salvaje. Puro instinto, dividía al mundo en blanco y negro, ellos y nosotros, lo bueno y lo malo. Era incapaz de dudar, y mucho más de improvisar frases a lo Aldo Rico: “La duda es la jactancia de los intelectuales”.

Ni loco. Cuando era un policía joven aprendió a dirimir las cuestiones cosiéndose a balazos con los que lo enfrentaban, siempre al frente de su tropa. Durante los años del Proceso, fanfarrón y temerario hasta lo insensato, se sumó gustoso a los grupos paramilitares. Por eso se lo iba a juzgar ahora, cuando decidió terminar la cosa en su ley, apretando por última vez el gatillo, su viejo amigo. Se mató atrincherado en el tanque de agua de su modesta casa, resistiendo el allanamiento de los gendarmes que venían a buscarlo. Todos esperaban un show mediático menor, con gritos, insultos y empujones; pero terminaron en estado de shock, con la sangre helada por el horror.
Era inevitable. Tenía que pasar en Tucumán, la tierra de la desmesura. Y en vivo por Crónica TV, claro.

Primero se vio todo sin editar, así como había llegado. El Malevo hablaba mirando a cámara. Bla bla, esta causa está inventada, bla bla, me persiguen injustamente, bla bla, no pienso entregarme. Sugirió que los gendarmes afinaran su puntería y procedieran militarmente: de otra manera no pensaba bajar de allí arriba. Cuando vio que entraban, saludó a su mujer –“Me despido, María” dijo, solemne– y... bang. El tiro le entró por la sien. Un segundo después lo bañó la sangre.

Lo vio el país, en directo. Un suicidio por televisión y en directo, tal como lo planeó el conductor Howard Beale para subir el alicaído rating de su programa –el actor Peter Finch ganó un Oscar póstumo por ese personaje– en la fascinante Network, dirigida por Sydnet Lumet en 1976. Finalmente sucedió.

El Malevo Ferreyra ya era un mito en Tucumán cuando las cámaras lo hicieron célebre en 1994. Le iban a dar perpetua por un triple crimen en el que liquidó a una banda de “choros”, como tantas veces había hecho. En Tribunales, un amigo le alcanzó una granada y el hombre se mandó a mudar. Lo buscaron durante días. Lo encontraron en medio del monte, en un paraje perdido de Santiago del Estero llamado Zorro Muerto. El Malevo sobrevivió comiendo raíces, cazando animales y durmiendo en una tapera, en compañía de su novia adolescente. Camisa negra, ese sombrero medio panameño que le encanaba usar aunque poco tiene que ver con la zona, se sentía Gary Cooper en La hora señalada. Un héroe popular. Lo era, a su modo. Una leyenda, un justiciero estrafalario capaz de confundirlo todo; justicia, equidad, razón. Se reía de los límites.

En el Penal de Villa Urquiza era el reo estrella. Ídolo de los carceleros, vivía en una casita con techo de chapas, bien separado de los delincuentes que lo odiaban pero seguían teniéndole pánico. Posó sonriente, con sus loros y abrazado a su mujer, para una tapa del dominical que yo dirigí por algún tiempo, allá. Terminaba 1995. “Sé que voy a salir”, fue el título. Ferreyra recibía gente, hacía asaditos, recibía regalos. Esperaba un indulto que Bussi jamás firmó. Le redujeron la pena un par de veces y empezó a salir con permiso, pero jamás lo abandonó la sensación de haber sido usado. Los militares nunca fueron sus pares. Se sentía –muy a su estilo– un verdadero policía. Podían llamarlo asesino, pero jamás ladrón. Eso decía él, a veces.

Era simpático. Alguna vez aceptó una producción periodística bastante loca y pretenciosa: investigar desde la cárcel para mi diario el terrible asesinato de un jovencito después de una trifulca a la salida de un baile en Yerba Buena. Una idea muy al estilo de los Seis problemas para don Isidro Parodi, los cuentos policiales que Borges y Bioy Casares escribieron bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. Ni idea tenía el Malevo de ambas cuestiones, pero lo hizo. Posó, muy serio y concentrado; revisando documentos, testimonios y fotografías de la escena del crimen. Nada resolvió, es cierto, pero puso el mayor de sus empeños.

Bang. Ahora la repetición está disimulada bajo un enorme cartelón donde se lee la palabra “balazo” y “exclusivo”. Es notable como en televisión todo se banaliza. Ahí va, de nuevo. El ruido seco, un “no” tardío y tembloroso dicho por una mujer, gritos, llanto.
No es dignidad la palabra más adecuada para un tipo así. Es incómodo sentir esta sensación parecida al respeto por un salvaje que ha matado y se ha matado con similar frialdad. Debería haber un concepto más exacto, menos perturbador, pero juro que no lo encuentro.

Difícil misión la mesura en la desbordante Tucumán, donde la Argentina aparece así, tan brutal, sin nada de maquillaje.

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