La transición democrática en Cuba ya no es simplemente una utopía sin fecha. Cuando la Revolución cubana ha cumplido cincuenta años, la enfermedad ha apartado al comandante en jefe del poder y con Barack Obama se ha abierto una nueva etapa política en Washington: la perspectiva de un cambio político parece más factible que nunca. Todos los cubanos, los residentes en la isla y la gran colonia de exiliados, merecen que su país deje de ser una excepción política en América Latina. Especialmente en esta coyuntura necesitan el apoyo de la comunidad internacional, donde Estados Unidos, Latinoamérica y Europa –ésta última a través de la diplomacia española– pueden jugar un papel determinante para favorecer el proceso democrático y garantizar el cambio tranquilo.
Los recientes cambios en el gobierno han causado sorpresa cuando parecía que el régimen cubano era incapaz de tomar ninguna iniciativa. El elevado número de ceses, la restructuración orgánica acometida en los ministerios y, sobre todo, la personalidad de dos de los afectados –el vicepresidente Carlos Lage y el ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, tan próximos a Fidel– han desmentido la idea predominante de que la presidencia de Raúl era una mera continuidad de la política de su hermano.
Con la profunda y extensa remodelación del gobierno de esta semana, y con la intensa actividad diplomática de los meses previos, Raúl Castro prepara un giro en la política del régimen cubano que parece asentarse sobre dos pilares claros: la reforma económica y la normalización de las relaciones exteriores. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias, núcleo del poder del presidente y general de Ejército –condición militar que en su mandato puede pesar más incluso que su parentesco con Fidel–, adquieren mayor implicación en la viabilidad del sistema comunista al aumentar sus competencias y cargos de responsabilidad. El general José Amado Ricardo Guerra será vicepresidente en un gabinete con numerosos militares leales al presidente.
La apertura cubana al exterior, puesta de manifiesto con la visita a La Habana de hasta ocho presidentes latinoamericanos en el último año, está enfocada a la negociación con la nueva administración estadounidense. No es casual que el nuevo canciller, Bruno Rodríguez, tenga como principal baza su experiencia de una década en Nueva York como representante en la ONU. Los observadores internacionales dan por seguro que el presidente Obama, con los buenos oficios de los líderes latinoamericanos, anulará las restricciones suplementarias establecidas en la última etapa republicana, dejando el camino expedito para levantar el embargo, y negociando al mismo tiempo una mejora en los derechos políticos de los cubanos.
El acuerdo tiene que ser necesariamente de mínimos, empezando por el reconocimiento mutuo. Washington tiene que asumir que las sanciones económicas han sido un completo fracaso, ya que, lejos de facilitar el cambio político, han contribuido a degradar las condiciones de vida del pueblo cubano y han proporcionado un pretexto para el mantenimiento férreo de la dictadura. Por su parte, La Habana tiene que cesar en la persecución del disidente político y permitir la libre organización de la oposición democrática del interior, recordando que un amplio sector popular sigue siendo partidario hoy de respetar los logros sociales de la Revolución.
Es verdad que la reforma política, tan deseada por el exilio y seguramente por la mayoría de la población de la isla, no está planteada todavía formalmente, pero se vislumbra ya en el horizonte. La diplomacia española está llamada a implicarse a fondo en el proceso de transición democrática de un país que nos es tan cercano como Cuba.