José Tomás no hay más que uno y aunque el sastre de
Camps se llame igual no tiene pinta de atarse los machos ni de saber quedarse quieto cuando le viene el morlaco.
Aunque yo no tengo sastre, siempre creí que ése era un oficio de confidencias en el que el cliente le declaraba a quien le toma medidas hacia donde carga, cuáles son sus defectos físicos que conviene tapar o al menos disimular, al
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tiempo que se deja tocar sin menoscabo de su masculinidad tanto el escroto como el culo. No es ésta una ceremonia que un hombre de bien deje en manos de cualquiera, porque aunque el hacedor de trajes vista pantalones eso de que utilice aguja y dedal no deja de ser mosqueante.
En esas sesiones de íntima soledad a dos, imagino que se habla de casi todo, y por eso se me antoja que el oficio de sastre se asemeja al del ungido que te confiesa tus pecados y por ende debería estar obligado por el mismo secreto profesional. Mal negocio el de los curas si las beatas no confiaran en su discreción, de la misma forma que mal negocio el de los cortadores de tela si a partir de ahora los clientes tienen duda sobre su capacidad para morderse la lengua. Para mí que el sastre José Tomás tiene poco futuro en su oficio, porque si va de cotilla por los juzgados y los periódicos no es de fiar.
Hace unos días leí que el juez
Baltasar Garzón tiene un sastre colombiano que se llama
Miguel Caballero que hace ropa especial antibala, y estoy convencido que este caballero que viste a gente “especial” no se va nunca de la lengua porque sabe cuál es su oficio y por eso nunca se sabrá cómo y en qué moneda cobra sus trajes a sus clientes.