Decía Borges que los españoles no es que hablemos mejor que los argentinos, pero si más alto, con el aplomo de quienes ignoran la duda. No puedo estar más de acuerdo. Entre nosotros, hablar a gritos es sinónimo de tener razón; escuchar, una insólita rareza.
Por eso me gusta este lugar, este silencio denso y compartido, donde las luces, blancas y cenitales, han sido diseñadas para leer, poder abstraerse y pensar (cada cual en lo suyo, que no es poco). La chica pelirroja sentada a mi derecha, por ejemplo, estudia esta tarde evisceraciones, y me alegra suponer que mañana será una gran forense. El señor que tengo enfrente lee entretanto, con interesada atención, un manoseado ejemplar flaubertiano, “ La educación sentimental “, dejando patente de esta forma, a su manera, la solidez del movimiento romántico, uno de los pilares de la cultura europea. Por lo demás, las sillas que nos acogen, las mesas sobre las que escribimos, son cómodas, funcionales, sin pretensiones; y todo tiene un aire tan racional que no parece esta ciudad.
Atardece en Sevilla, el cielo es gris; los amplios ventanales de la biblioteca pública Infanta Elena dejan ver, entre palmeras, lo que fuera Pabellón del Perú en la Exposición Iberoamericana de 1929, el sueño ciudadano de un grupo de políticos y urbanistas ilustrados. ¡Sana envidia ¡ La crisis - pienso - no es sólo económica, lo es también cultural, tiene un algo indefinible de cambio de modelo; de aquí sólo saldremos mirándonos a nosotros mismos con menor complacencia, cuestionándonos - esta vez en serio -, por qué tenemos la tasa de desempleo más alta de Europa, o por qué la gran mayoría de nuestros jóvenes quieren ser funcionarios. No es improbable que de tanto mirarnos el ombligo hayamos perdido la perspectiva adecuada: sólo hay un horizonte, y ese es el mundo. Una cosa es conservar la herencia recibida, y otra bien distinta, cerrar los ojos y… que inventen otros.
El modelo educativo es nuestro problema. Los distintos planes que se han sucedido a lo largo de estos años, los constantes cambios de rumbo, la falta de coordinación, nos han llevado a esta difícil situación. Que todavía andemos preguntándonos cuál es el modelo, revela a las claras la fragilidad de lo construido; un fracaso del que no cabe culpar a nadie, salvo a nosotros mismos.
Cada año, los informes europeos sobre calidad de la enseñanza nos sacan los colores, los datos del fracaso escolar nos sitúan, un año sí y otro también, a la cola de Europa. Doy por cierto que esos informes duelen en la comunidad educativa española, y quiero pensar que también en el Parlamento. He aquí un terreno para la gran política: la búsqueda de ese acuerdo, un imprescindible pacto que anteponga el esfuerzo y el sentido común al discurso partidista, tantas veces interesado, corto de miras, cuando no estéril.
Paco L. Murillo