Mucha pereza me da volver a la cosa pública española después de cuatro meses viviendo en la Palestina del siglo I. Durante estos meses, he estado encerrado en la corrección final de mi última novela antes de dársela al editor y he estado viviendo rodeado de mis personajes, Yashwa bar Yosef (Jesús), bar Kayafa (Caifás), Cneo Poncio Pilato, Yudah (Judas) y sus circunstancias en aquella tierra ocupada por Roma, una Roma incapaz de entender a un pueblo de desarrapados en permanente gresca entre ellos y contra todos. Y de pronto, tras el punto final y el descubrimiento triste de que vuelve a ser septiembre, decido encender la tele, poner el telediario y ver dónde estamos cuatro meses después. Ya les digo que la decepción es grande: seguimos donde estábamos.
He visto a una estrella rutilante, una mocosa llamada Pérez Santolalla que lo que tiene de mal educada lo tiene de fantasiosa: no le he oído decir nada con apoyatura real, todo o se lo inventa o son insultos y faltadas o masajes presidenciales a domicilio. ¿Quién es esta pedorra y de dónde ha salido?
La cosa es que, por lo menos hoy, lo veo con claridad: nuestros políticos, los de España, son una mierda. Puede que individualmente haya gente con currículos brillantes, como Félix Bolaños o Cayetana Álvarez de Toledo, pero sus momentos de gloria se limitan al día que suben a la tribuna y hacen chicuelinas con el lenguaje. El resto, panda de mediocres, están protegidos por un sistema putrefacto que algunos llaman partitocracia. Este sistema ridículo español nos tiene acogotados: somos un país cojonudo, lleno de gente brillante, ingeniosa, currante y fiestera, pero nos colaron un golazo hace años y los partidos políticos se han hecho con el control del debate y de la cosa pública.
En un partido da igual que seas un sinvergüenza como Mazón o Sánchez (cada uno en su ámbito) o un palurdo iletrado como Patxi López o Miguel Tellado porque lo único que cuenta en un partido es la longitud de tu lengua para mamarla: mientras más lamas, más larga será tu carrera en el partido.
Y en contubernio repugnante están los grandes medios de comunicación y sus primas donas en los programas emblema (Al Rojo Vivo, En boca de todos, Mañaneros, Malas Lenguas…) que, sin necesidad de hablar nada ni de concertar nada, hace décadas que se dieron cuenta que es mejor chuparla que currar y así, hoy en España, estamos sojuzgados por partidos monolíticos que no permiten el talento del individuo ni la lucha legítima e individual por el escaño en listas abiertas donde cada uno tuviera que ganarse los votos por las calles de su distrito electoral.
Y con ellos, esos periodistas-tótem que tampoco hacen su trabajo de control y depuración de la política como cuarto poder. Ahora simplemente se han aliado con los políticos, unos por la derecha y otros por la izquierda, todos con el cazo lleno por la respectiva trinchera. Se trata de pocos, pero muy influyentes, bien vendidos y untados. Mientras, en las redacciones, en los escalones más bajos de la pasarela informativa, los verdaderos periodistas se mueren de asco porque si quieren prosperar, tendrán que perder la honorabilidad, ponerse un brazalete que les adscriba a alguna ideología y matar a la verdad. Entonces empezarán a tener horas en TV, tertulias en radio, columnas en prensa y mucho casito entre los conmilitones, sean de derechas o de izquierdas.
El sistema debería obligar al "gánese ud. en la calle y entre los votantes el ser incluido en las listas electorales" y recuerde que es con ellos con quienes tiene una deuda, no con el secretario general o el presidente del partido.
La retroalimentación tan peligrosa como repugnante de los políticos españoles y los medios de comunicación ha parido un uróboro que se alimenta de sí mismo y sus vacuidades: a Sánchez lo llaman perro, oh, oh y más oh y toda la batería de palmeros del partido y los corifeos de las teles inmediatamente salen a rasgarse las vestiduras como vírgenes violadas y defendiendo al pobrecito Sánchez que, sniff, lo han insultado en una verbena de pueblo en la que él ni siquiera estaba y la “noticia” ha dado la vuelta veinte veces con todos los periolistos preparados para romperse la camisa como Camarón. De verdad, qué pocas ganas de volver.