Desde hace una semana los aborígenes de varias tribus panameñas llegaron a la capital a exigir la salida de las transnacionales y empresas panameñas de sus tierras, así como la construcción de caminos de penetración, escuelas, servicios de salud, participación ciudadana y cumplimiento de las promesas de campaña que les hiciera Martín Torrijos.
Panamá tiene potencial minero, hidrológico y turístico en las tierras que han sido cedidas como comarcas a los aborígenes, quienes secularmente han sido empujados por los latinos hacia esas tierras –las peores- por lo menos para las labores agropecuarias. Pero ahora en ellas se ha descubierto riquezas mineras, ríos y cañadas para construir hidroeléctricas, una biodiversidad importante para el ecoturismo y paisajes y clima favorable para el turismo residencial.
Las poblaciones aborígenes no participan de este desarrollo, pues su nivel educativo es cero y su participación política se reduce a una mínima representación, que generalmente es asimilada por la otra mayoría política, la que a su vez “vive” de las transnacionales. El problema permanece vigente desde hace décadas en todo el territorio nacional. Los aborígenes viven en extrema pobreza, y su actitud es inamovible: ni se educan, ni permiten desarrollar sus potenciales. Mientras tanto son explotados en las vendimias cafetaleras y cañeras, donde consiguen exiguas entradas que dejan en las cantinas locales.
Los gobiernos no hacen nada. Los pocos aborígenes que participan terminan “pensando” como latinos y pasándose al lado ganador, por lo menos en lo que compete a ingresos. Mientras, sus paisanos siguen esperando la “llegada de los dioses a cumplir las promesas” o que algún aborigen íntegro haga la revolución postergada tras la llegada de los españoles en el siglo XV.