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Dos sesgos fatales

Dos sesgos fatales

viernes 03 de octubre de 2008, 02:20h

Las explicaciones de la situación actual del país y la exploración de lo que nos depara el futuro, con frecuencia entretejen variables económicas, sociales, culturales y políticas. Ninguna de estas variables puede ser despreciada; sin embargo, de la historia hemos aprendido que es indispensable revisar los esquemas con los cuales los actores sociales intervienen en los procesos para orientarlos, sea cual fuere la posición ideológica, trátese de políticos, empresarios, líderes obreros o académicos. Esos esquemas se refieren a maneras de pensar básicas o a enfoques, tan enraizados en el alma de un colectivo, que sólo nos dejan ver unas partes de la realidad, al mismo tiempo que crean actitudes o tendencias a actuar de determinada manera.

Como individuos somos presa de nuestras maneras de pensar, motivaciones, prejuicios.

Afortunadamente, la interacción con otros mantiene a raya nuestros sesgos, pero cuando esos sesgos se generalizan en un grupo influyente y se imponen como punto de vista correcto, tienen consecuencias perversas en la sociedad. Tal cosa ha ocurrido y ocurre en el país, tanto en la dirigencia gubernamental como en muchos de quienes orientan a la oposición: los primeros han creído en que la emoción revolucionaria asegura la cercanía a las grandes mayorías; los segundos han actuado con la convicción de que la racionalidad al analizar la obra del Gobierno y las virtudes de las propuestas de la oposición son suficientes para asegurar el apoyo de esas mayorías. Los sesgos de estas visiones extremas nos han llevado fatalmente por caminos que anuncian tiempos difíciles.

La emoción revolucionaria ha servido para hacer viable el régimen chavista. Sin duda, esa emoción ha entusiasmado a la población pobre; le ha hecho sentir que quienes nos gobiernan están pendientes de los problemas de quienes menos tienen, porque alguien que los representa está en Miraflores. Esta conexión constituye un logro político invalorable, pero, lamentablemente, la ha acompañado el desprecio por la eficiencia en la gestión gubernamental. Tan es así que ni siquiera la abundancia de recursos ha servido para alcanzar objetivos sociales políticamente rentables. No se equivoca la oposición cuando denuncia males como el despilfarro del Gobierno, la descarada corrupción y la inflación, pero sí se equivoca cuando actúa basada en el supuesto de que su énfasis en la eficiencia gerencial y el buen funcionamiento de organizaciones como las escuelas o los hospitales son suficientes para ganarse la buena voluntad de los votantes de los sectores populares. Para obtener este apoyo, se precisa que los ciudadanos pobres estén convencidos de que quienes aspiran a gobernar están con ellos. Que recientes encuestas muestren una clara evaluación negativa del Gobierno y que esa evaluación no se traduzca en una clara tendencia a votar por los candidatos de la oposición puede explicar, al menos en parte, por qué tal convencimiento no existe.

Supongamos que el chavismo gana las elecciones y seguirá administrando con ineficiencia, o que la oposición gana esas elecciones pero no logra la confianza del pueblo. Ambas situaciones serían políticamente desastrosas, bien sea porque sumirían al país en la anarquía o nos llevarían a un régimen profundamente autoritario.

Ramón Piñango 
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