Cálculos nada exagerados cifran en más de 40.000 los muertos civiles por la violencia tras la invasión de Irak. O sea, unos 30 cada día: toda una salvajada.
Claro que con Sadam Husein nada de esto sucedía. Con él se practicaba la paz de los cementerios. Es decir, la muerte silenciosa en ejecuciones masivas de kurdos, chiíes y opositores varios. Sin luz ni taquígrafos. Y sin estadísticas, que resultan extremadamente odiosas por la tétrica frialdad de sus datos.
Menudo dilema, pues, el de las buenas conciencias: optar por la injusticia o por el desorden. Como Hegel, la mayoría de nosotros nos decantamos por la primera. Cuanto menos nos afecte personalmente, más preferimos el terror silencioso y sin estridencias a los riesgos de la libertad, que decía Erich Fromm.
Con la dictadura sucesiva de Stalin, Breznev y sus epígonos, en la Unión Soviética no se movía una mosca, por supuesto, pero tampoco existían las ahora florecientes mafias rusas. En la Yugoslavia de Tito, convivían mal que bien una decena de etnias y no se produjeron las matanzas de Bosnia ni las atrocidades de Milosevic. En el Zaire de Mobutu tampoco hubo la cruenta guerra civil posterior entre partidarios de Kabila y de Bemba.
Para qué seguir.
La estupidez del irrepetible trío norteamericano de George Bush, Dick Cheany y Donald Rumsfeld no hace mejor con efectos retroactivos a Sadam Husein, sino que demuestra la frívola irresponsabilidad de quienes invadieron Irak como si fueran de picnic. Pero algo tan mal planeado y peor ejecutado no debe fomentar un pasotismo suicida ante las crueldades, las injusticias y el terrorismo que asolan el ancho mundo. Ni siquiera el que la mayoría de los 191 países de las Naciones Unidas esté regida por regímenes corruptos justifica, por ejemplo, la histórica inacción de la ONU ante los genocidios de Burundi y Ruanda entre 1994 y 1997.
El horror cotidiano de Irak está minando la convicción de los países democráticos en asumir sus responsabilidades. Cada día es más fuerte la tentación de abandonar los iraquíes a su suerte y que se maten sin interferencias ajenas. Y qué decir de Afganistán. La OTAN se replantea ahora un repliegue en esa remota parte del mundo que jamás ha conocido la libertad.
Probablemente estemos ante un remedio peor que la enfermedad. Nadie duda que éste sea un mundo más inseguro que el de antes. Pero tampoco resulta más justo, más solidario ni más saludable. Con todo, dar la espalda a esa realidad y encerrarnos en nosotros mismos no sólo no contribuirá a resolverla, sino que en un plazo más o menos breve supondría el suicidio de los escasos regímenes auténticamente democráticos.