Hacía tiempo que corrían siniestros rumores por los pasillos de la sede de la Unión Africana (UA). Secretos a voces que los dirigentes del continente negro comentaban en voz baja. Sin embargo, desde ahora, ya no es ningún misterio, la justicia internacional ha salido de caza.
La orden de arresto dictada por la Corte Penal Internacional contra el presidente sudanés,
Omar Hasan el Bashir, trasciende la alegría de numerosas organizaciones que llevan años denunciando los crímenes perpetrados por el régimen de Jartum. Son muchas las pruebas acumuladas en contra del presidente y suministradas tanto por los afectados por la demoledora crisis humanitaria que sufre la inmensa región de Darfur como por las víctimas de los atropellos gubernamentales en el sur del país más grande de África.
Al margen del cristalino mensaje de independencia emitido por la CPI, lo que de verdad está en juego son las relaciones internacionales entre las naciones vecinas, así como los apoyos políticos, económicos y militares repartidos entre las potencias mundiales. Básicamente, la Corte Penal Internacional ha desencadenado un proceso que, o bien desembocará en la pérdida irreversible de legitimidad por parte del organismo de La Haya o, por el contrario, obligará a los más poderosos a cambiar de comportamiento.
Gracias al incondicional apoyo de China, Sudán ha denigrado a sus minorías étnicas y organizado un genocidio en toda regla ante la mirada impasible de Occidente. La cascada de protestas oficiales no han soslayado la voluntad de exterminio de un ejecutivo que ha ordenado la puesta en marcha de una nueva versión de la solución final de las diferentes etnias que circulan por Darfur para cerrar ese frente antes de abrir el que de verdad interesa, situado al sur.
El Bashir ha rearmado al ejército y a las milicias paramilitares con vistas a un más que probable conflicto armado con las comunidades cristianas del sur del país, apoyadas por Etiopía y Estados Unidos. La enormidad del país hace de Sudán un peaje obligatorio para analizar las consecuencias de cualquier movimiento, desde el Cairo hasta Kinshasa, desde N’Dyamena hasta Asmara.
Órdago a la diplomacia occidental
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La decisión de la CPI también plantea un nuevo modelo de diplomacia por parte de los países más avanzados. Las sanciones económicas ya no hacen tanto efecto ni producen temor en regímenes acostumbrados a encontrar ayuda en las siempre generosas instituciones chinas, cuyas preocupaciones son más energéticas que humanitarias.
China ocupa de facto la posición de la fenecida Unión Soviética en los años sesenta y setenta como patrocinador oficial de países que renuncian a la amistad con Estados Unidos. Una situación especialmente cierta en África, continente que necesita dinero en efectivo y mano de obra barata, algo que sobra en el gigante asiático.
Más allá del nombre del presidente, las que de verdad están siendo apuntadas por el dedo de la justicia internacional son las propias democracias occidentales, a menudo pusilánimes cuando se trata de adoptar medidas para finiquitar cualquier tipo de dictadura moderna. El ejemplo de
Robert Mugabe en Zimbabue, denostado y acusado de todos los crímenes posibles, delata el rasero diferente con el que se juzga a los dirigentes en función de los intereses económicos y geopolíticos. Y, por supuesto, queda por ver quién se atreve a invadir una nación soberana con el propósito de poner unas esposas al señor el Bashir.
Si la justicia internacional consigue su propósito de trasladarlo a hasta la Haya, se abrirá un precedente y ningún otro cacique podrá sentirse a gusto, desde La Habana hasta Pyongyang pasando por Rangún, Teherán o Túnez.
Otros, en cambio, seguirán disfrutando de la benevolencia de la justicia gracias a las riquezas proporcionadas por la tierra y de la que tanto dependen aquellos que desean sentarlos en el banquillo de los acusados.
Las cartas están ahora boca arriba, el órdago a la grande ha sido lanzado. La emboscada sudanesa diseñada en Holanda acabará con el propio organismo o con las convenciones tradicionales y, por consiguiente, con la inmunidad virtual de la casta de los intocables.
* Pedro Lasuén es periodista, corresponsal de Diariocrítico en África