En 1975, las Naciones Unidas, establecieron el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer, en conmemoración a un trágico hecho. El 8 de marzo de 1908, en Nueva York, un gran número de mujeres que reclamaban en una fábrica textil ante los abusos patronales y mejores condiciones laborales, fueron despedidas. Ante esto, se encerraron y declararon la huelga. Repentina y extrañamente, se produjo un incendio, muriendo en él 129 obreras.
Desde entonces, mucho se ha hecho, mucho camino recorrió el movimiento de mujeres, con viejas y nuevas luchas, problemas antiguos y nuevos. Cada vez fueron encarados con mayor energía, legitimidad y, por sobre todas las cosas, con mayor convicción. La dirección emprendida fue hacia la búsqueda de una ciudadanía plena y a la participación en igualdad de condiciones en todos los ámbitos.
La realidad ha demostrado que la diversidad, en cualquier sociedad, sólo existe, en la medida que sus individuos las perciban como tal y la desigual posición de las mujeres en la estructura social y política, ponen de manifiesto la existencia de un grupo con sus propias identidades, como signos inequívocos de falta de homogeneidad social.
El multiculturalismo, es un hecho de las todas la sociedades. La mezcla de grupos distintos entre sí, coexistiendo en un mismo espacio, es un hecho social histórico y recurrente. La manifestación de la diversidad, del pluralismo cultural y la presencia en una misma sociedad de grupos con diferentes códigos culturales, siempre ha existido y es imprescindible que así sea. Pero existe una versión de este multiculturalismo, que lleva invariablemente, no a valorar las diferentes identidades, sino a la fragmentación, discriminación y degradación de algunos grupos y, de todos estos grupos, el de las mujeres es el más antiguo y aquel que ha tenido que combatir más arduamente para mostrar que su opresión no ha sido natural, sino social y política. Y es precisamente, su opresión por género (el hecho de ser mujer), lo que ha constituido el fundamento de su identidad como grupo.
Es un hecho que no admite discusión, la existencia de numerosos espacios, donde la simetría por género, es una quimera. Y la realidad revela con contundencia, que los espacios de exclusión están vinculados al poder, a la autoridad, a la influencia, al dinero, a los recursos y, en general, a la autonomía personal.
De todos modos, es preciso admitir, que la evolución de los derechos de la mujer a través de la historia de la humanidad, muestra un avance innegable en la superación de la discriminación, sobre todo, en lo que va de este siglo y sólo en sociedades desarrolladas. Pero aún perduran en nuestra cultura, la adjudicación de modelos tradicionales que establecen roles fijos y estereotipados de acuerdo a la condición del sexo, con la consecuente jerarquización y desigualdad.
Solamente la aceptación de la diversidad de los individuos hará posible reconocernos como pares, condición indispensable para la participación en igualdad.
Tal reconocimiento no debiera significar, nunca más, la aceptación de jerarquías en las relaciones de mujeres y hombres.
En esa dirección estamos yendo…