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El otro, el mismo

miércoles 21 de marzo de 2007, 14:06h

Desconfío del maximalismo. Creo que es una posición altamente inflamable que nace o bien de la megalomanía o bien del resentimiento, y que tiende de modo natural a la intransigencia. Me atrae mucho más la cinética del pensamiento crítico que el inmovilismo del dogma.

Mantenerse en el estatismo del “por encima de mi cadáver” es un flaco favor a la tan cacareada democracia – Pericles y Jean-Jacques Rousseau temblarían al ver cómo el ciudadano delega sus responsabilidades en nuestro actual modelo político –, pero es además un ejercicio de idiotismo singular. Poner en cuestión aquello en lo que pensamos es, a mi juicio, esencial en la construcción de nuestras creencias. No se trata de abrazar el nihilismo, sino de aplicar un análisis racional a nuestras visiones del mundo y comprobar si, una vez asentadas en nosotros, se corresponden aún con aquello que en el fondo pensamos. La inercia es cómoda, pero peligrosa.

Al hilo de esto, me hago dos preguntas. Primero, cuando Mariano Rajoy habla, como habló en la manifestación convocada por el Partido Popular contra el trato dispensado al terrorista De Juana Chaos, de aislar, repito, aislar, a los violentos, ¿qué es lo que tiene en mente en realidad? En mi opinión aislar es precisamente lo contrario de la opción óptima, a saber, integrar a los violentos. Cuando uno aísla un elemento, por molesto, inoportuno o nocivo, lo hace con un solo fin último: su eliminación total. Se trata del dualismo maniqueo del blanco o negro, de la aniquilación del enemigo como condición indispensable de la victoria de nuestros ideales. Es una postura que entronca con la lógica de cruzada – enraizada en el teologismo medieval de Tomás de Aquino y Francisco de Vitoria – de la que Michael Walzer habla en su “Guerras Justas e Injustas” como de un modo de actuar cuyo objetivo no es la defensa de la ley o de la justicia, sino operar un cambio en el mundo de acuerdo con los ideales privativos de aquellos que llevan a cabo esta ‘guerra total’. No creo necesario llegar tan lejos. Máxime porque si asumimos que, siguiendo la estrategia de aislamiento que propugna Rajoy, el paso final es la eliminación – frente a la integración y la asimilación –, encontraremos dudas no ya morales, acerca de la aniquilación del opositor político, sino incluso pragmáticas, en cuanto a que ello sea efectivamente posible.

Mi segunda pregunta se despacha más rápido. ¿Qué sentido tienen las peroratas que José María Aznar dirige de cuando en cuando al mundo desde púlpitos normalmente anglosajones y siempre conservadores? El mismo que tiene defender cuatro años después la Segunda Guerra de Irak, ilegal – véase la resolución 1441 de 2002 –, injusta, extremadamente cruenta y muy lejos de acabar. El mismo que tiene intentar poner en pie de guerra a los españoles porque los musulmanes del mundo supuestamente conspiran para reinstaurar el reino nazarí de Granada o, más allá todavía, el califato de Córdoba. Quizá el antiguo Presidente debiera ponerse las gafas del constructivismo y pensar que nuestras posiciones definen también las posiciones y acciones de aquellos que nos rodean. Aplicar la lógica schmittiana de amigo-enemigo en política no es sino un maximalismo virulento y altamente desaconsejable. Para convivir es necesario compartir, al menos en pequeña medida, un mínimo de valores o lugares comunes, aunque estos se reduzcan a un lenguaje en el que entenderse. Sin ello los seres humanos repetimos el patrón de dos especies de animales distintas que sólo interactuaran y se hicieran comprender por medio de la violencia, una ecuación que tiende peligrosamente al infinito – Jean Paul Sartre lo explica con gran acierto en su póstumo “Cahiers pour une Morale”. Pero en aquellas parcelas donde no se comparte, si efectivamente se quiere convivir, es necesario, de modo inevitable, ceder.

Cuando uno tira de la cuerda, el que está al otro lado le devuelve el tirón. Pero si uno baja las armas quizá compruebe cómo el otro – ¿cuánto de nosotros no tiene en realidad ese otro? – también las baja. Al menos si lo hacemos, le arrebataremos al de enfrente cualquier justificación moral para blandirlas.

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