De las tantas formas a las que se recurre para tratar los conflictos cotidianos, hay tres muy reiteradas: omitir, callar y esconder. Funcionan en situaciones de apuro, cuando los recursos convencionalmente aceptados y recomendados crean riesgo de que salgamos malparados y con la reputación abollada. Las dos primeras transmiten, casi siempre, una sensación de inocuidad y de amortiguación de la culpa. La omisión, de apariencia más pasiva que la decisión de callar, puede inclusive confundirse con el olvido, la distracción, para los demás y aun para quien quiso o escogió refugiarse en ella.
En los problemas familiares, entre amigos o de pareja, la omisión y el silencio, de tan comunes, pueden figurarse más que infracciones o desvíos, como lubricantes de relaciones, inevitables para ahorrar fricciones, tan odiosas como innecesarias. La tensión entre las prescripciones morales y la adaptación práctica a situaciones concretas y cotidianas es tan frecuente con el uso de estos mecanismos adaptativos que hay una tendencia manifiesta a no discutirlo y a cultivar la ambigüedad.
Cuando el escenario de los hechos ya no se ubica en la periferie de nuestra más próxima intimidad, sino en áreas expresamente reglamentadas, como el campo de los negocios o de otras relaciones formalizadas contractualmente, la omisión y el silencio están declaradamente proscritos y son objeto de reclamo, penalización y resarcimiento; mientras que el ocultamiento es sinónimo absoluto de dolo.
En el espacio político, la omisión, el silencio y el escamoteo informativo son tan frecuentes como más dañinos, pero es donde menos se reclaman y donde pocas veces se pagan, pero también donde, una a una, cada oportunidad en que se usan desgastan y degradan la confianza colectiva, que es el capital más preciado para cualquier proceso de construcción y renovación.
La aparente paradoja entre las demandas de más Estado y control social sobre ese Estado, que ha aparecido en todos los tramos del proceso constituyente, está originada en Bolivia en una permanente experiencia que nos ha enseñado a repudiar el falso paternalismo de dirigentes que esconden los hechos a los ojos de sus mandantes.
Los datos sobre las riquezas naturales, sobre los contratos, sobre los precios, ganancias, pérdidas; la verdad sobre la represión, castigos, las persecuciones, las muertes, las desapariciones; los datos sobre los presupuestos; los datos… han sido motivo de continuo reclamo por parte de una sociedad que no acepta ser tratada como una comunidad de ineptos. La nuestra es una sociedad que exige información veraz, oportuna e inmediatamente accesible y que ha sido implacable con quienes se dieron mañas para esconder los objetos de su atención.
“Razones de Estado”, “maniobras tácticas”, “habilidad estratégica”, o como quiera que prefiera llamarse la tendencia a mentirle al “pueblo”
—“soberano”, “bases”, “sociedad”—, es decir, a la fuente de todo poder y a la justificación de cualquier proyecto político, no puede ser considerada más que como una desviación mayor que triturará esperanzas y devaluará cualquier tipo de transformación.
Supuestamente el mensaje estaba tan claro que se le dedicó un artículo constitucional. Sin embargo, la terca realidad nos prueba ahora que el abismo entre palabras y hechos crece tan rápido y sin mostrar la menor señal de fatiga, empujando a interrogarnos, de nuevo y desde cero, cómo acabamos con la amarga historia de las verdades recortadas y los datos escondidos.
* Profesor universitario
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