Ayer me quedé con ganas de más. Me explico. Hablaba de Ágora, la nueva película de Alejandro Amenábar y me quedé con ganas de hablar de otros temas que hubieran enlazado perfectamente. Pero, aunque en internet no hay límite de espacio, tampoco voy a ser como Jesús Cacho que con una columna suya te tiras una hora (con todos mis respetos señor Cacho, que ya me gustaría tener a mí su pluma y su saber).
En la película, ambientada en Alejandría en el siglo V d. C., se refleja el amor a la filosofía, las matemáticas, astronomía, literatura…al saber. Esto lo inventaron los griegos de quienes seguimos imitando cosas sin apenas darnos cuenta. Recogieron su testigo los romanos y hasta hoy en muchísimas de nuestras acciones diarias nos guiamos por su derecho, el derecho romano. Cuando empecé a estudiar la carrera de Historia tuve mis dudas de para qué me serviría (es verdad que lo tuve que completar con un máster de periodismo para poder ejercer como tal, pero ésa es otra historia). Ya por entonces se escuchaban voces que decían que las empresas en el siglo XXI requerirían personal educado en las humanidades. Y ahora, ya en pleno siglo XXI veo que no andaban errados en el tiro.
Pero voy a ir por partes porque yo sé qué quiero decir pero ustedes, si no me explico bien, no. Ayer Antena 3 estrenó una serie reality llamada curso del 63, dónde unos alumnos de hoy reciben clase al estilo de los años sesenta; esto es con castigos severos, incluidos los físicos. A continuación hubo un debate sobre si estamos sabiendo educar o no a nuestros hijos. Y más de lo mismo, que si unos defienden más mano dura, que si otros la postura contraria…un aburrimiento. Nada nuevo bajo el sol. Y los niños, efectivamente, muchos de ellos, maleducados.
No tengo hijos, ni la varita mágica para educar a nadie. Pero sí he comprobado que no existe un solo niño al que no cautives contándole una buena historia, esto es, adecuada a su edad. Esto significa que el ser humano, desde pequeño, lleva inherente el deseo de aprender. Da igual el extracto social del que provenga. El hijo de un albañil, de un ingeniero, de un gitano en una chabola o de un diplomático tendrá idéntico comportamiento en los primeros cinco años de su vida. Y todos ellos, a sus tres años, preguntarán por qué acerca de todo lo que les rodee. Eso es lo que nos diferencia de los animales.
Y dependiendo qué tipo de progenitores o adultos tengan a su alrededor, así serán ellos. Cada uno desarrollará su carácter, cada uno será de una manera diferente al otro, pero un niño que ve saciada su curiosidad, siempre querrá más. Y en ese afán por superar su indagación recurrirá a dónde sus mayores no lleguen, por ejemplo, los libros, el estudio. Esto es, ni más ni menos, la educación. Y cuando ésta se aplica de la manera correcta, entonces ni hacen falta los palos, ni hacen falta leyes de integración porque ya están perfectamente integrados en una sola cosa: el saber.
Lógicamente esto es una utopía en muchos casos. Y yo no soy la ministra de Educación para mejorar una situación a todas luces insuficiente. Pero aporto mi granito de arena desde este púlpito público y comparto mi reflexión con ustedes. ¿Nunca han pensado por qué durante las épocas de mayor florecimiento del pensamiento la vida fue relativamente más apacible? O llevado a lo particular; si un niño de catorce años disfruta leyendo a Salgari durante toda una tarde, ¿tendrá muchas ganas de salir a hacer un botellón? Pero claro, no se puede pretender que se ponga a leer a los quince cuando nunca en su vida lo ha hecho y ¿quién sabe? No lo ha hecho porque cuando preguntó con tres años ¿quién sujeta las nubes para que no se caigan? no encontró cerca ningún adulto que se sentara a su lado y, con lápiz y papel, le explicara en su particular lenguaje el proceso que cada día pasa por encima de nuestras cabezas.
Imagino que los padres que me estén leyendo pensarán: Sí, Lendoiro, todo eso está muy bien pero es que no hay tiempo. Pero yo creo que sí lo hay, para los niños siempre ha de haberlo. Es una boutade, pero la obviamos siempre, son nuestro futuro y tenemos la máxima responsabilidad sobre ellos. Una infancia feliz, créanme, genera un adulto feliz.
PD. Gracias mamá, por explicarme con eterna paciencia por qué el Niño Jesús, (qué cara más dura Él) se había librado de la matanza de los Santos Inocentes. Es que no lo podía entender por más que me lo explicaran y me parecía a todas luces injusto que, justamente él, se librara del castigo impuesto por Herodes y que el resto de los niños, pagaran por Él. ¿Ven? Con cuatro años ya era toda una revolucionaria.