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¿Estamos locos o qué?

La columna de Gema Lendoiro: 'Pero, ¿tenemos suerte de verdad?'

La columna de Gema Lendoiro: "Pero, ¿tenemos suerte de verdad?"

martes 22 de diciembre de 2009, 12:57h
¿Se acuerdan de George Bailey? Sí, hagan memoria, el protagonista de la fantástica película ¡Qué bello es vivir! ¿Quién no ha visto esa película? Y especialmente en Navidad. Me viene a la memoria justamente hoy que es el día por excelencia de la suerte y que ahora que ya ha tocado el gordo mucha gente verá sus sueños frustrados porque le toca seguir siendo pobre.

En aquella película George se siente el hombre más desgraciado del mundo por un problema de dinero y de hecho intenta quitarse la vida por ello, hasta que aparece Clarence, un angelote de segunda que le enseña cómo hubiera sido la vida de los demás si él no hubiera existido.

Quizás yo no sea la persona más indicada para dar ánimos ni consejos. Como todos, tengo mis días malos y mis días menos buenos. Pero sí que es cierto que no pierdo de vista una palabra que me parece de las más bonitas que tenemos en nuestro diccionario: esperanza. Independientemente de cuáles sean las creencias de la gente, todos tenemos capacidad para sentirla. La esperanza es el estado de ánimo en el que se nos presenta como posible aquello que deseamos, lo que significa que cuando la sentimos algo por dentro nos hace seguir alerta.

Se presenta de múltiples maneras: esperanza por mejorar la relación con nuestra pareja, esperanza por encontrar otro trabajo (o encontrar simplemente uno), esperanza por quedarse embarazada, esperanza porque ese embarazo vaya a buen término, esperanza por vivir muchos años o porque esos años vengan acompañados de la mejor salud posible. Esperanza porque esa persona que queremos tanto y que está enferma dure unos pocos minutos más. Esperanza por todo lo que deseamos y no tenemos. Vivimos siempre con una esperanza. Da igual cuál sea y qué momento sea. Siempre nos acompaña. O eso debería ser así. Porque, ¿qué ocurre cuándo la perdemos? No tengo la respuesta a esa pregunta pero estoy segura que debe de ser una experiencia peor que la de quedarse arruinado o recibir la peor de las noticias.

Si usted está leyendo esta columna es porque tiene acceso a internet. O bien desde su trabajo (albricias!!) o bien porque en su casa tiene conexión a internet, lo que quiere decir que al menos tiene una casa. No es una perogrullada. Tenemos más de lo que necesitamos. Me juego lo que quiera que usted sabe lo que va a comer hoy, o al menos sabe que sí que va a comer. También que pasado mañana cenará con alguien de su familia o amigos pero que lo hará bajo un techo. También sabe que si le sienta mal la comida, tiene a su disposición unos médicos que le atenderán con las mejores tecnologías y evitarán que un simple empacho o una ridícula gastroenteritis le lleven a usted al cementerio.

Todas estas cosas las sabemos. Pero las olvidamos. Y nos quejamos. Mientras escribo esta columna, una de mis mejores amigas de la universidad entierra a su padre de sólo 62 años. Y pensando en eso me olvido de las nimiedades que ahora mismo me puedan estar afectando. Claro que yo no predico con el ejemplo y puede que dentro de un rato me esté quejando de un gran atasco en lugar de aprovechar ese tiempo para escuchar relajadamente ese Cd que me han regalado. Y así somos. Y vivimos permanentemente añorando tiempos pasados y esperanzados con los tiempos que vendrán. ¿Y el ahora? El ahora siempre es un horror, siempre nos fastidia, siempre nos molesta. Somos así. Y claro, así nos va. En el tercer mundo la gran enfermedad es el hambre. Y en el primero, la depresión. Me lo van a perdonar, pero, ¿no me digan que no somos gilipollas?

Está claro que algo nos falla. Y está claro que no es porque no nos toque la lotería.
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