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Curas crueles y arrogantes

jueves 14 de enero de 2010, 04:11h

Vaya manía, vaya obsesión y vaya tirria la de la Iglesia con los homosexuales. ¿Por qué no los dejan ya en paz —y a todos los que, en nuestra condición de ciudadanos enterados de la existencia de personas que no necesariamente tienen que ser como nosotros somos, exigimos que tengan los mismos derechos y las mismas obligaciones— y se ponen, los curas y los obispos y los arzobispos y los cardenales y el mismísimo Papa, a predicar la palabra de Jesucristo, o sea, a promover el entendimiento y la compasión en vez de estar lanzando amenazas?

Y lo peor es que esa gente, la de la Iglesia, no habla a título personal sino que agarra el espantajo del Altísimo —con quien tienen línea directa, desde luego— y nos lo agita en las narices para acojonarnos de manera irreparable. Porque, digo, una cosa es que el politicastro de turno —el Manlio o el Noroña o el caudillo de Macuspana— se ponga a lanzar admoniciones terrenales y otra muy diferente es que un dignatario de sotana brame, desde el púlpito, que Dios no está de acuerdo con el asunto de que una pareja del mismo sexo que se ama y se respeta pueda beneficiarse de las muy profanas garantías que le ofrece una Constitución o un Código Civil.

Ah, y ahí está también el argumento de que las familias están en peligro. ¡Madre mía, pero qué les puede ocurrir, a esas familias de gente bien avenida, si están contentas y satisfechas con su existencia? ¿Acaso el hecho de que en el piso de debajo convivan legalmente dos gays va a trasmutar a nuestro tranquilo jefe de familia en un depravado irresponsable? ¿Acaso su esposa va a cambiar de inclinación sexual siendo que adora a los hijos y que valora su matrimonio? En cuanto a la adopción de los niños, ¿no es mejor, de entrada, que una pareja homosexual quiera brindarle todo su amor a un chico que de otra manera pasaría su infancia en la soledad y el abandono?

Estos curas no son emisarios de la Iglesia de la bondad. Son simples hombres crueles que, encima, exhiben la colosal arrogancia de decirnos que están hablando en nombre de Dios.

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Opinión extraída del Periódico Milenio 13/01/10

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