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¿Justicia o barbarie?

¿Justicia o barbarie?

lunes 31 de mayo de 2010, 20:50h
Cada cierto tiempo el país se sobresalta al conocer un nuevo caso de aplicación de la llamada “justicia indígena”. Ahí se puede ver cómo los acusados son vejados,  ortigados, fustigados y aun torturados en medio de la exaltación de una comunidad, bajo el supuesto de que esas son formas de justicia comunitaria y han recibido la consagración constitucional.

 Opino que esas son formas de primitivismo y barbarie, que no pueden seguir aplicándose en el Ecuador, porque constituyen groseras violaciones a los derechos humanos. Por desgracia, en nombre de un etnicismo mal formulado y peor entendido, hemos llegado a permitir que los indígenas cometan abusos y desafueros que serían motivo de escándalo y denuncias si las cometiera un policía, comisario o juez común.

Ahora, a la sombra de nuestra tolerancia nacional, una comunidad indígena ha llegado incluso a la barbaridad de emitir una condena a muerte contra un acusado, del que algunos testigos dicen es inocente. Con ello, la “justicia indígena” ha pisoteado toda la estructura jurídica del Estado ecuatoriano, que ha eliminado y condena expresamente la pena de muerte, y también ha atentado contra el ordenamiento jurídico internacional, del que somos parte.

Pero si los castigos aplicados por ciertas comunidades indígenas son aberrantes, todavía es peor el sistema de investigación previo. Según numerosas denuncias, provenientes de las propias comunidades indígenas, ocurre que alguien es acusado y, sin mayor trámite, es sometido a juicio, sentenciado y castigado por una masa anónima que inventa sanciones y castigos a su gusto y sabor: acá los ortigan y bañan en agua helada, allá los torturan y azotan, acullá los hacen cargar piedras o los condenan a muerte.

En la justicia regular, hay una instancia que investiga el delito (la fiscalía), otra que lo juzga (el juez o corte) y otra que aplica le pena (sistema de rehabilitación social). En la tal justicia indígena, todas estas instancias son una sola y el acusado no tiene derecho a la defensa, ni oportunidad de apelación o de revisión del proceso. Todo se hace en un proceso inmediato, corto, inapelable y definitivo, muchas veces bajo el imperio de la emoción tumultuaria o la venganza colectiva.

Quienes hemos luchado toda la vida contra los abusos de la autoridad y hemos combatido toda forma de maltrato, humillación y tortura a los acusados, no podemos quedarnos impávidos ante estos hechos, que desdicen de una sociedad civilizada. Y el fervoroso etnicismo de la nueva izquierda no puede llevarla a callar ante actos tan aberrantes, que atentan contra una larga historia de luchas de la izquierda en defensa de los derechos humanos.

La nueva Constitución, que cedió jurisdicción a las autoridades comunales “para la solución de sus conflictos internos”, señaló también que estas deberían aplicar “normas y procedimientos propios que no sean contrarios a la Constitución y a los derechos humanos reconocidos en instrumentos internacionales”.

Mas, en la práctica, nada de esto se aplica: no juzgan las autoridades comunitarias sino la turba, que muchas veces usa métodos prohibidos por la ley y toma resoluciones contrarias a la Constitución y a los derechos humanos. Y acaba de ocurrir que el Fiscal General, que ha buscado frenar uno de estos actos de barbarie, ha sido secuestrado temporalmente por unos comuneros, que reclaman el derecho de juzgar y castigar sin intervención ninguna del Estado.

Esto tiene que cambiar. El Estado tiene que imponer su autoridad y soberanía en todo el territorio, so pena de que cada grupo étnico o localidad imponga en su región la ley del más fuerte y que en vez de juzgamientos legales tengamos, cada vez más, verdaderos linchamientos.

Parte esencial de la soberanía estatal se expresa en la jurisdicción y la competencia, que en este caso han sido otorgadas, con limitaciones, a las autoridades comunitarias indígenas, cuyas decisiones deben estar “sujetas al control de constitucionalidad”. Sin embargo, ya que nada de esto se cumple, es urgente que los poderes del Estado, particularmente el Legislativo y el Judicial, actúen con decisión y elaboren normas regulatorias y de control para la llamada “justicia indígena”, según el propio mandato constitucional.

La conciencia civilizada y la defensa de los derechos humanos así lo exigen, para bien del país y en especial de los mismos indígenas, cuya imagen colectiva ha quedado gravemente afectada por los desafueros de algunos de ellos.


jorge.nunez@telegrafo.com.ec
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