Es una lucha de ombligos, en el fondo. Más cerca de lo visceral y emocional que de lo cerebral y racional. Los nacionalismos no matizados son excluyentes y se repelen.
En el nuevo resurgimiento de los dos grandes nacionalismos que, principalmente, han marcado, y siguen marcando, una historia secular común, prevalecen lo emotivo y los intereses. En sus expresiones extremas, el catalanismo y el españolismo son irreconciliables.
Son expresiones de miradas cortas, en el tiempo y en el espacio, de dos idiosincrasias distintas y que se empecinan en encerrarse en si mismas, en no reconocer la realidad en que, pese a todo, conviven y, seguramente, seguirán conviviendo. Lo cual les lleva al empobrecimientos, real e inevitable, y a la mutua crispación odiosa y estéril.
El imperialista empeño, en el fondo fracasado, de uno (el españolismo), en dominar al otro, y el éste (el catalanismo) en cambiar a aquél (“cambiar España”), también imposible, solo tiene dos salidas: conocerse más y convivir mejor, o el enfrentamiento radical, hasta la ruptura, prácticamente inviable y sin duda gravemente traumática para todos.
La sensatez ciudadana colectiva –no aceptable, naturalmente, por las dos posiciones extremas- está en ensanchar socialmente las posiciones moderadas y reconducir el debate hacia el diálogo de “los distintos”, que posibilite su conocimiento, comprensión, respeto y colaboración.
Es una labor de la sociedad – de la ciudadanía mayoritaria- para no dejarse arrastrar por los discursos (generalmente, verbales) minoritarios y radicales, de ambos lados, de políticos visionarios o interesados, y de medios sectarios o instrumentalizados por fuerzas o movimientos políticos, lícitos y compresibles, pero más ombliguistas que razonables.