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La casa de los buenos vientos

La casa de los buenos vientos

jueves 10 de febrero de 2011, 10:45h

La ministra de Medio Ambiente, Rosa Aguilar, pide a los ayuntamientos que controlen y reduzcan la contaminación atmosférica. La Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública se manifiesta en la misma dirección que la ministra y advierte de que, si la gripe A (que tanta alarma ha provocado) les ha costado la vida a 275 personas, el aire envenenado de las grandes ciudades ha originado, en el último año, la muerte prematura de 16.000 españoles. Y, en fin, la fiscalía e Medio Ambiente pide a los ayuntamientos de Madrid y de Barcelona que deben bajar los humos y mejorar la calidad del aire.

    Es cierto que la civilización tiene un precio, pero no debe tener cualquier precio. En los inicios de la minería, allá por el siglo XIX, había aldeas cuyos habitantes se sentían orgullosos de que las aguas de sus ríos bajasen negras, pues esa destrucción del hábitat natural de truchas y salmones significaba que había riqueza en las entrañas de la tierra y que los campesinos se reconvertían en picadores o en barrenistas, y mejoraban sus salarios, y hasta tenían una seguridad laboral que no dependía de los caprichos de las nubes y de los vientos sobre las cosechas.

     Hoy tenemos perspectiva suficiente para concluir que nos hemos pasado cuatro pueblos  (o 400, o 4.000…) a la hora de destruir el medio ambiente bajo el estandarte de un progreso mal entendido. Cuantos pudieron, salvo heroicas excepciones, abandonaron los pueblos para incorporarse en ciudades inhumanas, atestadas de coches y apestadas de humos. La maldita crisis está obligando a algunos urbanitas a regresar a su pueblo, al huerto y a la higuera de sus mayores, a la tierra abandonada en los tiempos del éxodo.

   Pero, en fin, saquemos una conclusión de la preocupación por el medio ambiente. Si hay una conciencia general de que la Tierra es una patria común y de que nadie la puede apalear, incendiar, intoxicar, violar, iremos por buen camino. No somos los primeros pobladores del planeta ni seremos los últimos, de ahí nuestra obligación -incluso por puro instinto de supervivencia- de legar un hábitat ameno y cordial a los que vengan después. En la literatura española es recurrente el elogio de la aldea y el menosprecio de la Corte, aunque en la mayoría de los casos se cambiaba la paz de la Naturaleza por la algarabía de las grandes concentraciones urbanas. Pero la guerra entre aldeanos y señoritos es del pasado. Hoy el gran reto y la batalla que hay que ganar es la defensa de un planeta habitable, de una casa común de buenos vientos.

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