Se fue en silencio, a los 87 años de edad, sin molestar. En la cama de un hospital público de Ourense. Era Miguel-Anxo Araújo Iglesias, quien fuera obispo de Mondoñedo-Ferrol desde 1970 hasta 1985. Casi nadie se (nos) acordaba(mos) de él. En un hombre, en el sentido machadiano del término bueno. Por tanto, no es de extrañar que fuera un buen obispo. Fue alguien próximo a la gente. Sin alharacas, ejerciendo su ministerio episcopal en los años, ahora añorados, de la Transición. Un hombre de fe, más que Iglesia. Un hombre al servicio de otros hombres, fueran estos sus curas, sus feligreses, los marineros, los campesinos o los obreros represaliados durante la dura crisis de 1972 en los astilleros ferrolanos. Alguien también comprometido con su propia realidad y la de la comunidad en la que nació y vivió. Un gallego sin exclusiones y abierto a la diversidad. 
Monseñor Araújo Iglesias, de la misma pasta de aquella generación de obispos que, desde 1966, por un lado llevaron adelante la reforma del Concilio Vaticano II (el que primero Juan Pablo II y, ahora, su sucesor, el Papa Ratzinger quieren enterrar) y, por el otro, quizá a su pesar personal, pero como una forma más de hacer de la Iglesia instrumento de reconciliación, jugaron un papel importantísimo en la salida de la dictadura franquista hacia el régimen constitucional. Vicente Enrique y Tarancón, fue su mascarón de proa, detrás de él, Jubany, Añoveros, Díaz Merchán, Buxarrais, Osés, Camprodón... y él, Araújo. Consecuentes con las exigencias de su fe, pero con coraje cívico y con sentido común.
La pasión de su vida fue el servicio a los demás. Pero no fue ésta, muy absorbente hasta su retiro como obispo, la única de Araújo. Estaba su gran amor por la lengua y la cultura gallegas, las que le eran propias por ser las más cercanas. Un amor que materializó participando en la traducción de la Biblia al gallego y, en especial, escribiendo el Oracional galego (1991) tan necesario no sólo desde el punto de vista cultural, sino el de atención pastoral a una comunidad que, pese a todas las reformas litúrgicas, tardó casi treinta años en poder rezar en su propio idioma. Por estos y otros trabajos eruditos, Monseñor Araújo Iglesias era miembro activo de la Real Academia Galega, y no sólo en el campo de la actividad intelectual que le era más propia. 
No fue nunca un hombre de anatemas, de soflamas, de enfrentamientos, de condenas, desgraciadamente hoy tan al uso (no hay más que oír lo que dicen los cardenales Rouco y Cañizares, o el portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino). Miguel-Anxo Araújo Iglesias fue hombre de paz, de diálogo, de serenidad, de saber ponerse siempre en el lugar del otro, de encarnar en su vida al Jesús de Natzareth, el del Sermón de la Montaña, el de las Bienaventuranzas. Y en el momento de su partida, quizá una de ellas pueda ser su epitafio como obispo: “Bienaventurados los que ponen paz, porque de ellos será el Reino de los Cielos”. 
Y esa misma paz es la que desea el columnista para quien como monseñor Araújo Iglesias, era alguien de la casta, de la especie de los “homes boos e xenerosos”. Fue un hombre bueno. Un buen obispo. Alguien que con su vida supo confirmarnos en la fe a creyentes y no creyentes.