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Dinamarca y España

Por Gabriel Elorriaga F.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
miércoles 13 de julio de 2016, 10:33h

El famoso ensayista Francis Fukuyama alcanzó la máxima resonancia con su discutible tesis sobre “El fin de la historia”, entusiasmado por el éxito del sistema norteamericano al que se debía. En las décadas finales del Siglo XX mantenía que la democracia liberal era el régimen definitivo de la humanidad, sin enemigos tras la descomposición del comunismo soviético y el establecimiento global de la economía de mercado. El Siglo XXI, con el crecimiento de un neocomunismo-capitalista en China, el renacimiento del nacionalismo en Rusia y la proliferación del terrorismo de origen islámico, nadie puede creer que el triunfo de la democracia liberal está garantizado, como capítulo final del orden político, si quienes lo mantienen no mantienen la superioridad militar correspondiente para seguir desarrollándose, dentro de la continuidad de la Historia, como ha sucedido a través de los tiempos a todos los sistemas políticos.

Ante la compleja realidad del mundo contemporáneo, sus crisis económicas, sus contradicciones internas y las subversiones populistas en el seno de las naciones más avanzadas, Fukuyama se ha dado cuenta de que es preciso construir un Estado fuerte y efectivo, basado en el imperio de la ley y controlado por sus ciudadanos. Lo sorprendente es que Fukuyama, demostrando que es un simple teórico de la política, ha puesto el ideal que conjuga nivel de vida y seguridad en Dinamarca, como tantos “snobs” a derecha e izquierda.

Dinamarca, un Estado cuya población es como la de la provincia de Madrid, mantiene una digna monarquía constitucional y el miembro de la Unión Europea sin entrar en el área monetaria del Euro. Dinamarca comenzó a perfilarse como Estado en el Siglo XIX, tras sufrir conflictos e invasiones y, tras el fin de la II Guerra Mundial, dejó de ser un objetivo estratégico entre el Báltico y el Mar del Norte para establecerse en paz y seguridad gracias a factores ajenos a su propia identidad. Posee todas las condiciones que facilitan una entidad bien cohesionada: una etnia, un idioma y una religión luterana y, consecuentemente, no tiene grandes conflictos internos y su península y sus islas viven dulcemente en paz, por encargarse de evitar contiendas que afecten a su geografía potencias superiores a su pequeña dimensión.

No es el caso de España, que multiplica por ocho sus habitantes y está situada entre dos mares hoy políticamente calientes, no como los fríos Báltico y Mar del Norte, sino entre el Atlántico y un Mediterráneo lleno de cadáveres y peligros, que hace frontera entre la Unión Europea y un África convulsa. En ello debió pensar el presidente Obama cuando vino a España -más vale tarde que nunca- a finales de su mandato y en unos días conflictivos en su país. Quizá Obama tuviese, al iniciar su mandato, cierta tendencia a creer en el limbo de Fukuyama. Pero es, ante todo, el presidente de la potencia que hace posible que experiencias demoliberales, como la de Dinamarca, se desarrollen pacíficamente y sin riesgos. Obama sabe que la estrategia de su país está por encima del partidismo -“no depende de qué partido esté en el poder"- y que deberá reforzarse si se siguen produciendo dispersiones, como el Brexit, y sigue sin cortarse la sangría del fanatismo islámico que recuerda el perfil salvaje de algunos viejos conflictos que se apellidaron como “coloniales” cuando eran luchas entre la civilización y la barbarie.

Obama, acertadamente, y obligado por las circunstancias, centró su escueta visita a España en dos símbolos, el Palacio Real y la Base Aeronaval de Rota, claves permanentes del compromiso ineludible con la libertad de una España aliada a Estados Unidos. España, como pieza tradicional de compromiso entre Estados Unidos y Europa no es una inocente Dinamarca dormida en el “ser o no ser” de su legendario príncipe Hamlet. Aunque la visita se realizó en tiempo de gobierno “en funciones”, se sabe que aquí no habrá, ni puede haber cambio de función militar. Esto solo se lo debió creer ese joven personaje, con aspecto de un Hamlet shakespeariano llamado Pablo Iglesias que, en su olvidado encuentro saludo le llevó un libro sobre brigadistas internacionales. Como si en Estados Unidos no conociesen la ficha totalitaria de aquellos brigadistas internacionales organizados desde el Moscú entonces comunista. Detrás del Hamlet “podemita” flotaba la sombra del espectro ceniciento del general Rodríguez, derrotado en dos batallas electorales sucesivas, soplándole aquello de que los ejércitos europeos no debían ser mandados por generales americanos. En aquellos mismos días Iglesias alzó “por aclamación” -¡no podía ser de otra manera!- al famoso general jubilado como “invitado permanente” del Consejo Ciudadano, encargado de definir una política de defensa distinta a la actual de la OTAN. Quizá una política más parecida a la de los “brigadistas”, la de los viejos camaradas, como si no la conociesen en el Pentágono, archivada en una carpeta en la que, ahora podrán añadir la olvidada fotografía de la entrevista con el hombre de la coleta.

Gabriel Elorriaga F.

Ex diputado y ex senador

Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.

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