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Centro de Los Angeles
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Centro de Los Angeles (Foto: Unsplash/juno-jo)

Agujeros negros en la ciudad de las estrellas

martes 17 de octubre de 2023, 09:53h

Si hay una ciudad de las estrellas, es Los Ángeles. La ciudad de “Lalaland” y tantas otras, donde Hollywood aglutina constelaciones de artistas cuyo brillo, como un inmenso proyector, transfiere imágenes al mundo entero. Cuántas películas, cuántas escenas, coreografías y canciones narrándonos la vida de aquel lugar. Un poco más al sur, late el distrito financiero, corazón de la ciudad sobre cuyo edificio más alto descargaran su poderoso rayo destructor los alienígenas de “Independence Day”. Justo allí, junto al icónico rascacielos de cúspide circular, casi pequeño y rechoncho a su lado, se halla el hotel Bonaventure. Treinta y tres plantas de fachada acristalada dan forma a la piel que envuelve y une sus cinco torres interiores. Una rutilante construcción pensada para encajar con el entorno más lujoso en el posmodernismo de los setenta, aparecida en multitud de series y películas, cuyos ascensores de cristal, no aptos para personas con vértigo, emergen desde el hall para salir al exterior y circular por la fachada como diminutas hormigas corriendo arriba y abajo por el tallo de una planta.

Un bar de lujo corona la cima del hotel; circular y giratorio, su enmoquetado suelo da lentas vueltas ofreciendo distintas panorámicas de la ciudad a través de la pared acristalada. Un lugar de película, sacado de ese imaginario estadounidense donde la vida se desarrolla entre sonrisas y negocios. Ese, donde la mayor preocupación se dibuja como qué restaurante elegir para cenar, o llegar a tiempo al partido de baseball de tu hijo el domingo mientras un atasco te chafa el plan. Un lugar real para una imagen falsa o como mínimo pretérita, vendida al mundo entero a través de las brillantes pantallas del cine y la televisión.

Desde el bar giratorio, flotando sobre las luces de la ciudad, pueden verse, cien metros más abajo, las aceras vacías en domingo; cintas grises que se expanden rectilíneas tejiendo una malla. Sobre ellas, de vez en cuando, algún puntito negro, arrastrándose sin rumbo. La calle quinta, apenas a diez minutos caminando, transforma el paisaje de los negocios irradiado por rascacielos de acero y cristal en tiendas de campaña, trapos y cartones que se esparcen desordenados sobre la acera, junto a cientos de personas.

La impresión es tan fuerte que no nos atrevemos a seguir caminando, giramos hacia la torre del ayuntamiento. Por nuestra acera viene un señor vestido solo con unos pantalones rotos, sin calzado ni camiseta, un clásico que ya habíamos visto en Las Vegas, pero este viene ladrando como si fuera un perro. Ladra al aire, o a seres imaginarios que la droga moldea en su cabeza. En la acera de enfrente, alguien empuja un carrito de los de supermercado, cargado de bolsas de basura. Va cojeando, el rostro tapado con una capucha. En realidad, quienes caminan son minoría, la mayoría están tirados en el suelo, o con la espalda apoyada en las fachadas de los edificios que rodean a los rascacielos. Las miradas perdidas, como si ya, les dieran igual la vida o el tiempo. Es domingo, y nadie transita por las aceras más que ellos -y nosotros, solitarios en medio de tanta gente- La imagen es sobrecogedora. Las aceras son un campo de refugiados que acoge a las víctimas de enfermedades mentales, de la pobreza, del fentanilo, de la sociedad... Como si un niño hubiera dejado tirados sus muñequitos de juguete y nadie hubiera ido detrás a recogerlos, pero no son juguetes abandonados, son personas abandonadas, por los demás y por sí mismas, y hay muchas, seguramente centenares, igual miles.

En los jardines del ayuntamiento apenas hay dos o tres personas además de nosotros. Somos los únicos presentes que no viven en la acera. Giramos hacia “Little Tokio” donde preguntaremos si el lugar es seguro a una simpatiquísima camarera de ascendencia japonesa. -Sí, el barrio es seguro siempre que no estéis en la calle más allá de las ocho- Nos dirá convencida- los restaurantes y comercios pagamos seguridad privada.

A mí, se me vienen a la cabeza todas las personas que dicen “el que lo quiera, que se lo pague” en relación a servicios públicos. Volvemos al hotel antes de que se haga de noche.

Lo habíamos visto en Manhattan, cerca del puente de Brooklyn y más extensamente en la novena avenida, tras el Madison Square Garden, donde cientos se tienden sobre la acera, o en las escalinatas de la “post office”. Ojos vidriosos y miradas perdidas, o bailes desaforados en medio de la acera (cuando el opioide se mezcla con metaanfetamina o coca) mientras la muchedumbre caminaba su lado como si no existieran. Habíamos visto que se colaba a cuentagotas en los decorados para turistas de Las Vegas, y lo veremos concentrado e intenso en San Francisco, sin embargo, nada, comparado con esto.

Como si el Estado hubiera colapsado abandonando a su gente, “la ciudad de las estrellas” levanta sus lujosas torres entre la droga y la pobreza que asola sus calles. La miseria del fentanilo se muestra abierta como una flor marchita que anuncia el fin de la primavera, la decadencia de occidente, en el corazón de cada gran ciudad estadounidense. Miles de personas en todo el país se arrastran como espectros, sin futuro ni esperanza, entre trapos y cartones, abandonadas a su suerte. Se calcula que entre 2019 y 2021, más de cien mil personas murieron por sobredosis de esta sustancia.

En un país sin seguridad social, donde la vida se resume en trabajar para poder pagar el enorme coste de vivienda y necesidades básicas, una dosis de fentanilo resuelve todos los dolores por menos de lo que cuesta una naranja. La sustancia, cien veces más potente que la morfina y cincuenta veces más potente que la heroína, crea un enorme efecto adictivo que te lleva a querer siempre más.

En San Francisco, pararemos a charlar con un mexicano, cerca del muelle treinta y nueve. Nos contará que después de años trabajando en la ciudad, por fin puede acercarse con su sobrina a conocer los muelles. -Siempre hay mucho trabajo- nos dirá -y la vida es muy costosa acá- tiene mi edad, pero aparenta bastante más.

Nuestro primer guía, en Nueva York, llevaba tres semanas trabajando diez horas diarias sin un solo día de descanso “aquí no se vive, sólo se trabaja” nos diría al preguntarle cómo era la vida allí.

En Disneyland, en los tornos de entrada, una anciana nos valida el ticket. Dentro, un señor con aspecto de muy mayor, apenas capaz de enderezar el cuerpo, sale como puede de la locomotora de una de las atracciones para comprobar que todas las puertas del convoy estén bien cerradas antes de volver a subirse a ella.

Mucha gente no llega a eso. El fentanilo es ya la primera causa de muerte en personas de veinte a cuarenta y cinco años en Estados Unidos.

Si necesitas trabajar para vivir pero tu seguro médico (cuando lo tienes) no te opera la rodilla o la cadera, una dosis de fentanilo te quita los dolores por tres dólares. Si la ansiedad no te deja respirar porque tu nómina no te da para pagar el alquiler, tres dólares te lo solucionan. Tres dólares, para seis horas sin dolores del cuerpo ni del alma. Tres dólares que son apenas nada en un país donde comer lo que aquí sería un menú del día, cuesta cincuenta. Tres dólares en un lugar donde treinta mil brutos al año te dejan bajo el umbral de la pobreza. Tres dólares para hallar la paz, con la mirada perdida, tirado sobre una acera.

Carlos Paredes

Analista político

Fue portavoz de Democracia Real Ya (DRY, 2011-2012) colaborando en la aparición del movimiento 15-M. Fue presidente de Ecopolítica (2020-2021) y ha tenido presencia como invitado y tertuliano, en 'El programa de Ana Rosa' (Telecinco), 'Las mañanas de Cuatro' (Cuatro TV), '13 TV', 'Los Desayunos de TVE', 'El Objetivo' y 'La sexta noche' (La Sexta)... En 2011 fue portada de las revistas 'Tiempo' y 'Pronto' como portavoz de DRY, además de contar con apariciones en medios internacionales como 'Le Monde', 'Le Monde Diplomatique', 'Der Spiegel', la 'Rai', la televisión pública francesa... Su nombre aparece en el libro 'España 2020, la España que necesitamos', junto al de José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy, entre otros. Colaboró en la publicación por primera vez en castellano de 'Vida y Muerte de Petra Kelly' y actualmente lleva una vida retirada de la política activa, concretamente en el sector privado, dedicado al mundo de la pequeña empresa.

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