En España, lo que hoy llamamos pistacho se llamó alfónsigo durante un milenio.
En los últimos años, el pistacho se ha convertido en máxima tendencia gastro mundial, al punto de que, debido a la fortísima demanda y los efectos de la emergencia climática, el mercado internacional, cuyos principales proveedores son Estados Unidos, Irán y Turquía, está prácticamente colapsado y cada vez resulta más difícil conseguir materia prima de calidad.
Los menos avisados quizá barrunten que estamos ante un producto exótico y ajeno a nuestra cultura culinaria, pero lo cierto es que la producción nacional crece a un ritmo vertiginoso y se estima que, en los próximos diez años, España se convertirá en el cuarto productor mundial, en abierta competencia con otros países emergentes en el cultivo, como Grecia, Siria y China. Otrosí, y esto es cardinal, el pistacho ha formado parte de nuestra cultura culinario-gastronómica desde tiempo inmemorial.
El cultivo del pistachero, árbol de lento crecimiento y larga vida, necesita de climas continentales y extremos como el del interior de la península ibérica, y tal fue el factor decisivo para que los romanos lo introdujeron en el siglo III a.C., aunque que serían los árabes y bereberes que llegaron a nuestros lares en 711, los que dieron un trascendental impulso a su producción en el territorio que controlaban. A partir de ese momento el fruto se denominó alfónsigo, voz que deriva del árabe hispano “alfústaq”, que a su vez procede de la palabra del árabe clásico “fustuq”, que significaría “el que posee ese fruto”.
Y alfónsigo se llamaba hasta al menos, el siglo XVIII, como certifica la receta de Bizcochos de alfónsigos, que aparece en Arte de Repostería, libro y recetario publicado en 1747, y cuyo autor, Juan de la Mata, fue repostero mayor en las cortes de los dos primeros reyes borbónicos Felipe V y Fernando VI, cuyos cocineros galos probablemente influyeron en su decadencia dentro del recetario hispano.
De manera que, en España, el pistacho se conoció como alfónsigo durante más de mil años, que ya son años.
Mientras, en el resto de Europa, la voz pistacho llegó desde el persa, por la vía del latín y de la clasificación botánica del pequeño árbol que lo produce, el Pistacia vera.
La receta de Juan de la Mata, antes referida, Bizcochos de alfónsigos, fue recreada hace un año, de manera minuciosa y totalmente respetuosa con el original, por el chef Juan Manuel Calero, apoyado por su segundo Guillermo Quintanilla, en el contexto del proyecto de divulgación gastronómica Goyenechef, un viaje a la Ilustración a través de sus cocinas, iniciativa del Ayuntamiento del municipio madrileño Nuevo Baztán y de la Comunidad de Madrid, concebida como un recorrido por las profundas modificaciones en la cocina y gastronomía española de la época del Siglo de las Luces dieciochesco. Todo ello a través de la vida y obra de Juan de Goyeneche, el editor, periodista, asentista y político navarro, que, siguiendo las ideas de Jean-Baptiste Colbert, ministro económico clave en la corte de Luis XIV, el Rey Sol, diseñó un centro industrial en Nuevo Baztán, en total sintonía con los preceptos ilustrados y renovadores que recorrían Europa.
Parece que la desmedida afición mundial por el pistacho, que parafraseando a la escritora barroca María de Zayas Sotomayor, “en todo se halla, como la mala ventura”, nació en las heladerías italianas y siguió en España con el invento de la mortadela de pistacho. Siguió penetrando con fuerza en la bollería, dulcería, pastelería y turronería, hasta que, de
pronto apareció en escena el Chocolate de Dubai, tableta de chocolate con leche, pasta de kadavif, fideo muy fino para repostería, y crema de pistacho, creada por Sarah Hamouda, una mujer británico-egipcia radicada en Dubái, que inicialmente lo pergeñó para satisfacer un antojo durante su embarazo.
El Chocolate de Dubai se zambullo en las redes, especialmente en recetas que adolescentes y jóvenes cuelgan en TikToc e Instagram, y allí empezó una fiebre de proporciones similares a la del oro de finales del siglo XIX en California. Hoy por hoy, cualquier ciudadano del mundo que no lo haya probado es considerado casi como un paria o al menos como un pelagato social.
El pistacho o alfónsigo está presente en panetones, croissants, cocas, gofres y crepes, pero también sobre las mesas de restaurantes de ringorrango. Por citar cuatro ejemplos, el restaurante madrileño Adalay ofrece Bacalao frito con espinacas a la crema y pistacho y una Focaccia a base de mortadela, pistacho y stracciatella; el barcelonés Fronda Pasaje, incluye en su menú un Foie de tempeh con pesto de pistacho; en La Saletta de Madrid, tienen un plato muy demandado que consiste en Maccheroni con crema de pistacho, guanciale y burrata de búfala; y el chef del barcelonés Mina borda un plato de Puerro confitado, con queso scamorza ahumado y pesto de rúcula, coronado todo con abundantes trocitos de pistacho.
Como colofón, también merece la pena dejarse caer por el madrileño Mercado Municipal de Antón Martín y dirigirse a la larga cola siempre presente ante la tienda La Pistachería, que ofrece a su distinguida y paciente clientela una crema de pistacho ibérico 100%, procedente de agricultura ecológica, con la que pueden preparar alguna de las muchísimas recetas que circulan por las redes.
Esta ola de pasión mundial desbocada por el alfónsigo o pistacho la surfea España, con impecables técnicas de remada, take off, duck dive y bootom turn, lo que, bajando al redondel, se traduce en el incremento a pasos agigantados de la superficie pistachera cultivada, que hoy es ya de 739.000 hectáreas, solo superada por la almendra en el abanico de los frutos secos, y que se concentra en Castilla La Mancha, que acoge el 80% de la producción, aunque ya se extiende briosa por Andalucía, Extremadura, Castilla y León, Murcia, Aragón, Cataluña y Madrid.
Y ya puestos, no estaría de más que se investigara en la posibilidad de producir algo parecido a la mastika, licor griego que se obtiene en la isla de Chios a partir de la resina de una especie concreta de pistachero, para poder brindar con un
¡Yiamas!, que, al fin y a la postre, como dijo
Jorge Luis Borges, todos somos griegos en el exilio.