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No, no podemos olvidar a Álvarez de Miranda

lunes 09 de mayo de 2016, 13:36h
Cuánto lamento, querido amigo, la muerte de Fernando Álvarez de Miranda. Uno de esos grandes tipos de la transición, de la mejor transición. Injustamente olvidado: un día, hace ya cuatro o quizá 5 años, el entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, que compartía conmigo la mesa presidencial de un acto, me preguntó qué hacía José Federico de Carvajal sentado en la primera fila. “No es Carvajal, que fue presidente del Senado, sino Álvarez de Miranda, que lo fue del Congreso”, corregí a González, algo perplejo, la verdad, de que tan pronto hubiese pasado al olvido una figura de la magnitud de mi paisano cántabro Fernando. No merece ese olvido, porque representó, representa aún, muchos valores, de esos que encarnó la ‘parte buena’ de la Unión de Centro Democrático que fundó Adolfo Suárez.

Fue Suárez, precisamente, quien me contó la broma, tan repetida y aplicada para otros: “Fernando es tan bueno que, cuando se muera, como cede el paso a todos, en el cielo le tocará columna y no podrá ver a Dios”, me dijo. Apreciaba él, claro, a Fernando, todo un señor a la antigua usanza, un democristiano que, sin embargo, supo ser progresista y también vivir su propia vida sin ataduras.

Últimamente se le encontraba, cansino pero lúcido, en algunas conmemoraciones políticas, de esas a las que ya apenas asisten los que tanto hicieron por aquella primera etapa hacia la democracia: Landelino Lavilla, Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Perez Llorca, Miquel Roca, son algunos de los que quedan, y seguramente esté olvidando a alguno. Sí, está también Felipe González, que no ha querido colocarse en el pedestal, sino en actividades más mundanas y rentables. Y están, y no sé si con eso casi completo la nómina, Alfonso Guerra y el Rey emérito. Creo que todos ellos tienen, tendrían, mucho que decir sobre lo que está pasando en este país nuestro ahora: no me parece que pudiesen reconocer en estos momentos su legado, muchas veces hecho de generosidad, de talento y de renuncias.

Álvarez de Miranda, a quien traigo en esta especie de obituario como ejemplo, o como pretexto si usted, querido amigo, quiere, para esta comparación entre comportamientos de antaño y de hogaño, sabía bien lo que era renunciar cuando hacía falta. Cuando todos querían un Ministerio, él sabía estar en otro lugar, donde era más necesario. Y supo luchar, desde aquel primer destierro, creo que a Canarias, por la democracia contra un franquismo para el que ser europeísta, y lo digo cuando Europa celebra su día, era casi un delito.

Escuché a Fernando Álvarez de Miranda algunas críticas, nunca demasiado aceradas, dirigidas a esos sucesores en la política, incluyendo a algún presidente del Congreso que ocupó el cargo después de él y que hoy se desempeña extrañamente en algún cargo por ahí. La bondad de Fernando no le permitía ni hacer sangre ni dar la espalda a nadie: casi todo lo comprendía, pero en casi nada transigía. El se sabía memoria viva de la transición, y ahora ha dejado de serlo para pasar a la Historia, en la que espero que encuentre un lugar sin columnas para ver, desde la primera fila, callada y respetuosa, a Dios.

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