En los últimos años y progresivamente nos hemos acostumbrado a espectáculos macabros. Nos referimos a los llamados procesos de justicia indígena en donde con la presencia de periodistas, guardias policiales y autoridades, supuestamente respetando costumbres llamadas ancestrales, se castiga corporalmente a los presuntos infractores.
Juristas y analistas exigían delimitar este derecho y entre dimes y diretes, varias vidas humanas fueron sacrificadas. El Ministro Fiscal General montó en furia y dispuso el juzgamiento de los responsables, pero hasta el momento la Policía cumple con su deber.
Hoy quedamos desconcertados cuando una madre de familia indígena es vilmente asesinada por su esposo y la llamada justicia indígena, a vista y paciencia de todas las autoridades, exime al culpable del juzgamiento penal y simplemente dispone como pena única que tenga bajo su cuidado a los hijos de la asesinada, cuando debe ser todo lo contrario.
Todas estas barbaridades cuentan con el silencio cómplice de los llamados organismos defensores de los derechos de la mujer, los Conamus, protectores de la niñez, el Consejo Nacional de Menores y fundamentalmente todas las organizaciones de Derechos Humanos quienes entontecidos alrededor del poder, quedaron sólo para exaltar las políticas oficiales.
El Congresillo, pródigo en legislación, no puede exonerarse de la responsabilidad de delimitar y regular, pese al temor político, los espacios en los cuales se mueva la llamada justicia indígena, que como lo decimos pone hoy otro hito en el camino de la impunidad.