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El centenario del cardenal Tarancón

El centenario del cardenal Tarancón

lunes 14 de mayo de 2007, 22:01h
Hoy, 14 de mayo, se cumple el centenario del nacimiento del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, hombre clave a la hora de explicarnos algunos de los porqués de la, por otra parte, bastante pacífica, transición entre la dictadura franquista y la llegada de la democracia. Cuando todo es ya, por obra y gracia del tiempo, historia pasada, y, en algunos casos, incluso batallitas de abuelete nostálgico, ante la deriva ciertamente preocupante de los obispos, la figura de quien, como arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, supo ser elemento de paz, de sensatez no exenta de retranca, de diálogo y de apertura de una Iglesia, muy lastrada por el nacionalcatolicismo.

En la persona de quien  ejerció durante 38 años, hasta 1983, año de su  jubilación, el ministerio episcopal, se pueden ver los signos de los tiempos, los que le llevaron, como bien señala el Concilio Vaticano II, a dejar patente que la fe, lejos de llevarnos a una evasión de las cuestiones temporales o terrenas, nos empuja a comprometernos más profundamente en su transformación a fin de hacerlas más humanas, justas y solidarias, siempre al servicio de todo el ser humano y de todos los seres humanos. Por eso la fe siempre conlleva una denuncia de lo injusto e inhumano y una afirmación de aquello que favorece la construcción de una sociedad más democrática, libre y participativa. Si no es así, no es verdaderamente fe cristiana.

La figura del cardenal Tarancón, no tan lejana en el tiempo (murió en Villarreal el 28 de noviembre de 1994), aunque sea por contraste involuntario, deja en la cuerda floja, no ya el conservadurismo doctrinal de la mayoría de los obispos ejercientes en la actualidad (eso es algo, que, en todo caso, debería preocupar –ya lo hace—a sacerdotes, religiosos y laicos católicos), sino su alejamiento de la realidad sociopolítica de una sociedad –la nuestra—madura y libre. Quiérase o no, algo tendrá que ver la Conferencia Episcopal, cuando desde su cadena radiofónica, día sí y día también, se aporta más de un granito de arena (camiones enteros, vamos) al deterioro de la acción política mediante la descalificación, el insulto personal, la mentira y el encubrimiento, están conduciendo a la crispación de la convivencia ciudadana y al desprestigio de la tarea política. Y todo ello se hace, desde la óptica de una fe, de un credo –tan respetable como cualquier otro-que se pretende imponer, por la vía legislativa, al conjunto de la sociedad.

Determinadas y recientes declaraciones y documentos episcopales van mucho más allá de la pura anécdota, y son la muestra palpable de una concepción eclesiástica que, esta vez sí, vuelve a intentar que la Iglesia sea señora absoluta de las conciencias. Los obispos, la Conferencia Episcopal en su conjunto salvo contadísimas excepciones, ha entrado de lleno en el debate político, ha tomado partido como institución, siendo un elemento importante de distorsión, aunque no el único, de nuestra vida ciudadana. Algo a lo que el cardenal Tarancón no se hubiera prestado en ningún momento.

Y aquí es donde el columnista, en recuerdo del hombre de fe, del hombre de Iglesia, del ciudadano de voz ronca por el tabaco, pese a lo teóricamente odiosas que resultan las comparaciones, no puede menos que contrastar la actitud del actual episcopado con la de los Jubany, Echarren, Díaz Merchán, Osés, Araújo Iglesias y otros que, al igual que Tarancón, supieron ser agentes y servidores de la paz, del diálogo, del convencer sin vencer. En definitiva, hombres que antepusieron el Evangelio al Código de Derecho Canónico. Dejaron huella. Han dejado un gran vacío.
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