Una vez me reí en Twitter del comentario de una jueza en esa red social que insistía en que los jueces debían elegirse a sí mismos como solución a los males de la judicatura, criticando yo con sarcasmo el infantilismo de semejante propuesta. La señora jueza entró en mi comentario como los rusos entraron en Praga en el 68. En su contundente respuesta -no sé si a sabiendas o por mera casualidad- aludió a un dato mío no tan público, lo que disparó todas las alarmas a este lado del teclado. Un/a juez/a tiene el poder de arruinarte la vida si así se lo propone. Aunque aquello no pasó de anécdota con reconciliación tuitera al final de la historia, es un ejemplo ilustrativo de las distintas categorías de ciudadanía que coexisten en nuestro país según posición social e ideas, muchas veces vinculadas ambas a apellidos familiares. Estas categorías ciudadanas que en la praxis parecen gozar de distintos derechos y obligaciones, se sustantivan con todo lujo de detalles en las libertades que se permiten o no en las redes sociales.
El reguero de pólvora filonazi que recorre las redes sociales buscando una explosión racista cada vez que se produce un crimen, apoyado en bulos o informaciones sesgadas, tiene su amparo en una justicia balbuceante con la extrema derecha. La justicia de nuestro país se dispara cada vez que la señora de Abogados Cristianos ve una oportunidad de negocio demandando a tal o cual, pero es incapaz de activarse ante cuentas con nombres y apellidos dedicadas al uso continuado de pedernal y yesca para inflamar el odio contra minorías.
Puede pasar que nuestra justicia no sepa quién era M.Rajoy, pero sí solicitar penas de prisión para Cassandra por hacer chistes sobre Carrero Blanco en Twitter -o privar de libertad preventivamente a unos titiriteros por un teatro de marionetas contrario al gusto de varias personas- lo que no puede pasar y siempre pasa es que nuestro sistema judicial no sea capaz de reprobar, sancionar o condenar a aquellos de sus miembros que convierten la justicia en el brazo ejecutor de los intereses de una parte, permitiendo que el conjunto, ya de por sí formado por familias de tradición conservadora, escore públicamente, a pleno sol, hacia el lado más derecho, estableciendo en la práctica distintas categorías de ciudadanos con distintos derechos.
Hace no mucho, el juez Pedraz ordenaba el cierre de Telegram a consecuencia de las denuncias presentadas por varios grupos de comunicación aludiendo a que en dicho sistema de mensajería se difundía contenido audiovisual sin pagar los consabidos derechos o licencias. Telegram es la plataforma de comunicación favorita de varias de las personas dedicadas a esparcir bulos de ideas filonazis, sin que ningún juez haya ordenado su cierre por ello. En otras palabras, el derecho a enriquecerse de una plataforma audiovisual prevalece sobre el derecho de una minoría social a poder vivir sin amenazas de muerte.
Cabe clamar al cielo (hacerlo a la justicia parece inútil) ante la última ocurrencia de pedir el DNI para acceder a contenidos de internet. Es el nuevo “no puede saberse quien es M.Rajoy” disfrazado de problema tecnológico. La mayoría de cuentas que esparcen odio a través de Telegram o Twitter ni tan siquiera son anónimas, algunas de hecho, son de gente bien conocida que presume de ello.