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Foto: Josep Aznar
Foto: Josep Aznar

'El testamento de María', un histórico primer montaje de Agustí Villaronga, con una Blanca Portillo insuperable

jueves 03 de marzo de 2016, 09:08h

Tras la gira por toda España, ‘El testamento de María’ ha vuelto a la misma sala del Teatro Valle-Inclán que le vio nacer en noviembre de 2014. Por diversas circunstancias, no pude verla entonces, y, ayer mismo, al fin pude quitarme esa espina. Lo había leído todo, lo había escuchado de la boca de todos. Pero el torrente de emociones que es capaz de suscitar en el espectador Blanca Portillo es infinitamente mayor de lo que había imaginado. Partiendo de un texto magnífico del irlandés Colm Tóibín, traducido por Enrique Juncosa, y con una dirección cuidadísima de Agustí Villaronga, la Portillo vuelve a hacer historia sobre las tablas del Valle Inclán: ¡Inmensa, excelsa, genial Blanca!

Colm Tóibín ha prescindido de cualquier connotación religiosa cristiana -creo que sin faltar al respeto del creyente- y se ha fijado en la Virgen María como ser humano, como mujer y como madre. O, como se dice en el mismo programa de mano del espectáculo, en “una sencilla mujer de campo, cuyo único hijo le es arrebatado por una decisión divina que no comprende y por un terrible odio humano que le inflige el mayor de los dolores al clavarlo en una cruz”.

La mirada de Tóibín sobre María está basada en el Nuevo Testamento, pero la ha reinterpretado sin ceñirse a él hasta el extremo de desprenderla de todo su carácter religioso cristiano, y hacerla una mujer pagana que reza a Artemisa. Pero esa opción ha sido deliberada y creo que busca cualquier connotación mesiánica del personaje, en quien quiere subrayar, sobre todo y en profundidad, su alma de mujer y de madre.

En el montaje, Blanca Portillo es la Virgen María. Una sola mujer en el escenario que, sin embargo, parece poblado de decenas de personajes (los discípulos; los perseguidores; Lázaro; Marta; María; la vecina con la que acude al templo; su medio primo Marcus, de Caná, que le advierte de los peligros de su hijo; Myriam; el guía que lleva a María, la hermana de Lázaro, y a ella hasta el pie de la cruz de Jesús…), en un portentoso ejercicio de interpretación que, durante poco más de hora y cuarto, traslada al espectador por todo el laberinto de emociones por las que es capaz de discurrir el ser humano. El dolor, la rabia, el miedo se marcan en la cara, en el cuerpo, en la mirada de Portillo y el gesto angustioso, la fuerza de su decisión o el abatimiento (…todo se vuelve contra ella), atraviesan a la actriz con una fuerza sobrehumana, que transmite cada segundo al espectador.

He visto a Blanca en muchas ocasiones y, de todos los personajes que ha encarnado, me quedo con aquel memorable Segismundo de ‘La vida es sueño’, de Calderón, y con esta María de Tóibín. Pero, incluso, si tuviera que elegir, me quedaría con María. Con esta María ya mayor, que recuerda con extremo dolor su incapacidad para hacer variar el curso de los acontecimientos intentando por todos los medios que su hijo no fuera sacrificado finalmente por los romanos. Y lo hace sin concesiones a nadie, y menos aún a ella misma, que sabe -en medio de ese río desbordado de amargura- que no fue capaz de superar su propio instinto de conservación -cuando vio que todo estaba ya perdido- para ayudarle de alguna manera: “Fue mi propio miedo, a pesar de que su corazón y su carne eran mi corazón y mi carne,... Obedecía a ese instinto de huir”.

Instantes sublimes

Todo el montaje de Villaronga -por cierto, el primero del cineasta sobre el escenario- está repleto de instantes sublimes, momentos inolvidables en la voz y en la figura de Blanca Portillo. De todos ellos voy a apuntar solo tres: La escena de María, madre de Jesús cuando va con la otra María-la de Lázaro-, al encuentro de su hijo, que está llevando la cruz a cuestas camino del Calvario. Una segunda, en el momento en que éste intenta quitarse las espinas de la frente y madre e hijo se miran (“Todo el espanto se concentró en mi pecho, como una flecha... Era El Niño al que yo había dado a luz”). Y una tercera, el grito seco, desgarrador de María, que hiere hasta la última fibra del alma y hace temblar al espectador (“… Grito seco que sale de mi esencia misma”).

No es extraño que, después de dos años de gira, el alma de Blanca Portillo esté llena de agujetas porque transitar por tantos estados de ánimo como le ha pedido Agustí Villaronga, exige de la actriz una preparación olímpica tanto del cuerpo como del espíritu, y Blanca Portillo sale encumbrada cada día de la prueba entre prolongados y enfervorizados aplausos y bravos.

Desde anoche sigo reflexionando cómo es posible que Blanca Portillo sea capaz de conjugar al tiempo su esfuerzo físico y emocional en una pieza que cada día le exige el máximo, con su fuerza y su claridad en la dicción del texto y que, además, todo eso junto no pierda ni un ápice de credibilidad. Eso solo está al alcance de algunas privilegiadas y Blanca lo es: una actriz excelsa, colosal, a quien uno no se cansa de ver.

La escenografía de Frederic Amat (la casa de María en su exilio de Éfeso, con ese pozo que se convierte en tumba); el vestuario de Mercè Paloma (vestido-túnica gris oscuro hasta los pies y la falda-mantón de preciosos colores que viste en la boda de Caná); la magnífica iluminación de Josep María Civit; el sonido de Lucas Ariel Vallejos y la música de Lisa Gerrard, son sencillamente poéticos, delicados e inmejorables. Todo el equipo artístico del montaje es pieza clave del resultado final de ‘El testamento de María’, un montaje inolvidable en mi lista personal sobre la historia del teatro español de los últimos 40 años.

‘El testamento de María’, de Colm Tóibín (traducción de Enrique Juncosa)

Dirección: Agustí Villaronga

Interpretado por Blanca Portillo

Producción: Centro Dramático Nacional, Testamento, Festival Grec y Avance Producciones Teatrales

Teatro Valle Inclán (Madrid)

Hasta el 20 de marzo

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