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Niñas con velo

viernes 12 de octubre de 2007, 10:57h
Ahora que hasta en algunos colegios progres se impone el uniforme como elemento socialmente integrador, abrimos la veda a nuevas discriminaciones con el hiyab o velo islámico.

No seré yo quien ponga trabas a la libertad personal, incluida la de conciencia, pero me inquietan ciertas manifestaciones públicas doctrinarias, apologéticas o militantes. Recuerdo que ante aquellas Cortes franquistas de opereta, con uniformes falangistas, púrpuras eclesiales, chaqués y chilabas de los pintorescos procuradores saharauis, el escritor Vázquez Montalbán nos advertía: “Desconfiad de aquellos que visten diferente de los demás”. Se trataba de una ironía, claro, pero mostraba su rechazo a la parafernalia pro fascista de la época, con todos sus siniestros sobreentendidos.

Ahora vivimos, por fortuna, un tiempo laico de valores igualitarios, donde la religión  —todas las religiones— merece el máximo respeto y el apoyo a su práctica individual y colectiva. Pero, por eso mismo, nos adentramos en un terreno resbaladizo al aceptar la manifestación indiscriminada de creencias en recintos escolares. ¿Hasta dónde debe llegar la permisividad? ¿El hiyab sí y el burka no? ¿O sí al crucifijo y no al velo islámico? ¿O sí a todos los símbolos religiosos y no a svásticas, piercings o prendas de los latin kings? Estaríamos ante una casuística como aquella de los carcas de antaño sobre los centímetros de la falda femenina para poder entrar en las iglesias.

Contra lo que se ha venido diciendo, no nos referimos sólo a dos casos en Cataluña y otro más en Ceuta. Son decenas de miles de niñas que, a falta de una normativa precisa, pueden acabar poblando nuestras aulas con nigabs, shaylas, chadores y demás vestimentas de la sumisión femenina en una sociedad que, en cambio, ha aprobado leyes de igualdad de género hasta en los consejos de administración.

Porque de eso es de lo que estamos hablando y no de otra cosa. No se trata de derechos religiosos que todo el mundo admite y que nuestra legislación ampara, sino de la discriminación incluso visual, de la perpetuación de una condición social desde la cuna, al margen de la equidad y del laicismo. Eso lo entendió hace casi un siglo el turco Kemal Ataturk y, entre otras normas modernizadoras de su país, prohibió los signos religiosos externos en escuelas y edificios públicos.
Claro que el tema no es sencillo de resolver. Más fácil lo tienen los tribunales cuando obligan a la transfusión de sangre de un testigo de Jehová para salvarle la vida. Aquí hablamos de algo más: de la pervivencia del principio de equidad en una sociedad que se debate entre la igualdad de derechos y la fragmentación en grupos sociales excluyentes.

Casi nada.
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