Lecturas de un joven escritor
Consejos de un discípulo de Casavella a un fanático de Wallace
jueves 12 de abril de 2012, 14:05h
Era muy tarde y los dos habíamos bebido demasiado. Cansado de hablar de
fútbol, de mujeres y de viajes pendientes, me decidí a hablarle del último
libro de David Foster Wallace, El
rey pálido, publicado de manera póstuma tres años después de que el autor
pusiera fin a su vida con una soga y un pequeño salto, aunque lo que en
realidad quería decirle era que a veces, algunas tristes y etílicas veces, yo
mismo me imaginaba despidiéndome de él y de todos vosotros de la misma manera,
tan sencilla, tan rápida, tan profundamente liberadora como irremediablemente
trágica. Pero sin dejarme tiempo para elaborar un discurso coherente, él, mi colega
de profesión, signifique eso lo que signifique, amén de fiel compañero de
borracheras e inigualable devorador de libros y al cual prefiero no nombrar por
temor a las represalias del tan mezquino y traicionero mundillo literario,
signifique eso lo que signifique, mi colega, como digo, ebrio de amistad y
sobrio de lucidez, o viceversa, detuvo mi parlamento y se lanzó a hacerme una
larga serie de preguntas para las cuales, ni entonces ni ahora, encuentro la
más mínima respuesta. La primera de ellas fue la siguiente: ¿Por qué eres capaz
de pasarte más de 500 páginas con David Foster Wallace pero no aguantas
ni una docena con Francisco Casavella? Como no supe o no tuve valor para
contestarle, mi colega siguió cuestionándome del siguiente modo (es decir,
haciéndome cuestiones y cuestionando a la vez mi criterio) utilizando,
premeditada e irónicamente, el plural mayestático.
¿Por qué todos nosotros, jóvenes, adultos y viejos, hemos leído la más
bien poco interesante aventura de El guardián
entre el centeno de J. D. Salinger pero no la descripción
sociopolítica de nuestra patria hecha por Rafael Sánchez Ferlosio en El Jarama? ¿Por qué sabemos quién es Ann
Beattie pero apenas tenemos claro quién fue Carmen Martín Gaite?
¿Por qué hemos visitado el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner
pero no tenemos valor de adentrarnos en la Región de Juan Benet? ¿Por
qué devoramos los libros de Nick Hornby pero no hacemos caso de los de Kiko
Amat? ¿Por qué nos interesa la desquiciada sociedad mostrada por Bret Easton
Ellis pero ridiculizamos la que recrea José Ángel Mañas? ¿Por qué
nos excita Michel Houellebecq pero nos deprime Alberto Olmos? ¿Por
qué elogiamos la fanfarronería de Hunter S. Thompson pero no la
toleramos en Robert Juan-Cantavella? ¿Por qué Paul Auster nos
tiene embrujados pero no prestamos oídos a Antonio Orejudo? ¿Por qué Haruki
Murakami es un fenómeno sociológico y Ray Loriga no es más que un
socio de lo fenomenológico? ¿Por qué nos enorgullecemos de leer a Tom Wolfe,
de conocer las obscenidades de Bukowsky, de haber hecho autostop en la
ruta 66 como si fuéramos Jack Kerouac, pero no soportamos la vocación
social de Isaac Rosa, las meteduras de pata de Cela, ni la
fantasmagoría de Agustín Fernández Mallo? ¿Por qué nos desternillamos
con las marranerías de Henry Miller pero nos espanta la sicalíptica de
profunda raigambre castellana de Juan Manuel De Prada? ¿Por qué J. M.
Coetzee consigue estremecernos y Javier Marías sólo logra matarnos
de aburrimiento? ¿Por qué preferimos las remembranzas de James Ellroy sobre
los años 60 en EE.UU. a la autopsia sobre el 23-F de Javier Cercas? ¿Por
qué nos vanagloriamos de haber atravesado El
cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell pero no sabemos
glosar ni una página de la Antagonía
de Luis Goytisolo? ¿Por qué nos conmueve la infantilidad poética
de Yasunari Kawabata y abominamos la poesía infantil de Gloria Fuertes? ¿Por qué
nos reímos con la irreverencia de Neal Pollack pero no entendemos el
humor absurdo de Sergi Pàmies? ¿Por qué nos fascina la heteróclita
escritura de Julian Barnes pero no apreciamos la versatilidad de Quim
Monzó? ¿Por qué nos sumergimos en las historias sudistas de John Steinbeck pero no queremos saber
nada de la Castilla de Miguel Delibes?
¿Por qué nos apasiona la modernidad de Hamsun
y no logramos ni siquiera entender la de Azorín?
¿Por qué sabemos todo sobre el exilio parisino de Hemingway pero nada sobre el exilio político de Juan Goytisolo?
Llegado a este punto, mi colega
hizo una pausa, una breve y significativa pausa, y después de tomar aire continuó.
¿Por qué Balzac y no Galdós? ¿Por qué Goethe y no Larra? ¿Por
qué Tabucchi y no Muñoz Molina? ¿Por qué MacCullers y no Laforet? ¿Por qué Melissa P
y no Almudena Grandes? ¿Por qué Dumas y no Pérez Reverte? ¿Por qué Sebald
y no Vila-Matas? ¿Por qué Kurt Vonnegut y no Manuel Vilas? ¿Por qué Susan
Sontag y no Rosa Regàs? ¿Por qué
Franziska Von Reventlow y no Belén Gopegui? ¿Por qué William Saroyan y no Max Aub? ¿Por qué Primo Levi y no Arturo Barea?
¿Por qué el boom latinoamericano y no la gauche
divine? ¿Por qué, en definitiva, buscamos tan lejos de casa aquello que nos
hace iguales? ¿Por qué son tan refulgentes las luces que vemos titilar en el
horizonte y tan molesta la luz de nuestra calle que entra por la ventana a
altas horas de la madrugada? ¿Por qué nos peleamos por importar el mejor y
mayor ejemplo del decadentismo yankee (es decir, Las Vegas) a nuestra propia y
decadente ciudad? ¿Por qué nos conmueve la acción y la detención de George Clooney pero nos palmeamos la
espalda y cacareamos con la detención de Guillermo,
Willy, Toledo? ¿Por qué somos, tú
y yo y todos los españoles, tal como somos?
Mi amigo se calló de golpe y su
mirada y su silencio eran más de lo que yo podía soportar. "Es muy tarde y los
dos hemos bebido demasiado". Eso es todo lo que pude decirle antes de
separarnos y emprender el camino de vuelta a casa.
Posdata: Quien sepa la respuesta le recomiendo que la escriba en
otro idioma, que logre publicar un libro, que tenga éxito a escala mundial y que
se traduzca a muchas lenguas, y entonces lo leeremos. Y todos, uno por uno, le
daremos la razón. ¡Cómo no! ¡Por supuesto! ¡Faltaría más! ¡Eso mismo llevo
diciendo yo muchos años!