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Ciudades que se van volviendo invivibles

miércoles 02 de noviembre de 2016, 12:56h

Andamos los de la clase periodística, los de la política o la institucional, angustiados estos días por si Trump es elegido presidente de los Estados Unidos -bueno, eso sí sería sin duda angustioso-, o si Sánchez regresa a la cúpula del PSOE, o si finalmente María Dolores de Cospedal ocupará o no un Ministerio 'duro'. Me da por pensar que, con toda la trascendencia que estas cosas traerían a nuestras vidas, el común de los mortales anda en otras preocupaciones más... ¿cómo diríamos? ¿cotidianas?

Y es que verá usted: pongamos que hoy hablo de Madrid, aunque podría hacerlo de otros muchos lugares que cada día despiertan con un nuevo sobresalto. Los habitantes de Madrid y, sobre todo, los que vivimos en los alrededores de la capital, nos acostamos este martes de difuntos y nos levantamos, madrugadores, este miércoles de vivos, preguntándonos si podríamos acceder en nuestro coche particular a la gran, supercontaminada, urbe.

Los servicios municipales no informaron casi hasta la medianoche de que, al menos este miércoles, no tendríamos que olvidarnos del automóvil si la matrícula concluía en número impar, porque era día par. O sea, que ahí tenemos la espada de Damocles, pendiente de unos miligramos de polución: quienes dependemos de los trenes de cercanías -y menos mal que eso funciona, de momento- y regresamos de trabajar tarde por las noches, tendremos que plantearnos un desembolso extra en coche de segunda mano, no importa qué coche, con tal de que, uno, sea barato para que podamos adquirirlo y, dos, que su matrícula acabe en número par, si nuestro vehículo 'oficial' concluye en impar, o viceversa.

O sea, doble discriminación. Una, por tener que vivir fuera del casco urbano (es más barato), lo que restringe nuestra capacidad de acceder a transporte público y aumenta las restricciones a nuestro aparcamiento y circulación en el cogollo del monstruo. Dos, porque quien pueda adquirir un coche 'suplementario' podrá siempre circular en su vehículo privado y quien no lo pueda hacer, pues eso: agua, ajo y resina, que es la consigna de vida de los menos pudientes.

Y no, no es cosa de que el municipio madrileño esté regido por podemitas y asimilados que no tienen la menor idea de cómo regular el tráfico, que también. El problema de Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao, Valencia o Santiago de Compostela, pongamos por caso, no es el color de los políticos que rigen la ciudad, o no es, al menos, el único problema. Es que algo está fallando en esa unidad de convivencia que se llama gran ciudad: convivencia, digo, entre humanos peatones y humanos automovilistas. Limitar la circulación a los días pares o impares, cerrar el centro al tráfico rodado particular, sembrar las calles de bicicletas que, por falta de un carril adecuado, suponen un riesgo cierto para la integridad del ciclista, pueden ser ocurrencias más o menos brillantes o eficaces. Pero no son la solución.

Y las ocurrencias no son patrimonio de formaciones moradas, azules o rojas: hace ya bastantes años, me desempeñé como director de los servicios de comunicación del Ayuntamiento de Madrid y tuve ocasión de pasmarme, ya entonces, ante la cantidad de sandeces prepotentes que se les ocurrían a ciertos munícipes. Impresión luego confirmada con los derroches locos de posteriores regidores municipales, con la falta de imaginación exhibida ante la más variada panoplia de cuestiones y con la sensación de que el 'no', la prohibición, eran los únicos remedios que pasaban por la imaginación de los rectores de la Villa y Corte, y de otras villas múltiples de la piel de toro. Sí, ya sé que también ocurre en París o en Londres y para qué hablar de Roma... ¿Y qué? ¿Es que tenemos que conformarnos por ello? Y también sé que cada español anida en su alma un seleccionador de fútbol, un juzgador implacable y un alcalde, pero ¿nos priva eso a quienes nunca nos hemos presentado a unas elecciones municipales de nuestro derecho a queja contra los que sí se presentaron y, peor aún, ganaron?

La cuestión es, como ocurre con ciertos arquitectos faraónicos que solo aspiran a dejar al mundo memoria de 'su' obra de arte en estaciones ferroviarias o aeropuertos, olvidando al pasajero, que esos rectores de las grandes ciudades no piensan en el destinatario de sus acciones, es decir, el ciudadano, sino en su supervivencia ante las elecciones próximas. Y así, fallan los servicios de información, de ayuda y, sobre todo, de planificación. Les basta con prohibir, sancionar y punto.

Las grandes ciudades, estoy escuchando a un munícipe sesudo en una radio alarmada, tienen un problema serio, porque sus habitantes producen más contaminación de la tolerable. Y no, no es cuestión de culpar al viandante o al conductor, que solo quieren llegar puntuales, en el menor tiempo y con el menor gasto posible, a sus trabajos; o disponer de una buena calefacción en invierno. No; que no nos culpen, además de crujirnos a multas e impuestos, que ahí sí que se les dispara la imaginación. Es cuestión de planificar y ejecutar correctamente planes nuevos, de política nueva, teniendo -esto y no otra cosa es la Nueva Política, esa que aún está lejos de llevarse a la práctica-- en el punto de mira a los hombres y mujeres cuya vida se administra.

Menos pensar en Trump -glub-, en Sánchez o en cómo llegaremos a Marte, cuando lo que es preciso es garantizarnos que lleguemos todos los días, cómodos y a salvo, sin sobresaltos, a nuestro destino en una ciudad, ejem, limpia. Aunque haya que ponerlo todo patas arriba. La ciudad, las grandes ciudades, no pueden seguir caminando -o conduciendo- hacia convertirse en invivibles. Y encima, cargando la responsabilidad en los 'malos hábitos' de sus habitantes.
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