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Pueblos olvidadizos

viernes 16 de marzo de 2018, 10:48h

A veces tiene uno la sensación de no haber vivido lo que ha vivido. El tiempo, el silencio, la velocidad del día a día, el no mirar atrás, el desencuentro, la ausencia física y la falta de reconocimiento hace que períodos enteros de nuestra vida queden sepultados en la nada.

Algo así me ha pasado con aquella intensa etapa vivida en Venezuela cuando gentes idealistas y generosas dieron parte de su vida, de forma anónima para luchar contra una dictadura y lograr una democracia para su pueblo. Y a veces me parece que aquello no sucedió nunca. Y la culpa es nuestra.

Todo esto me ha venido a cuento por varias razones.

En 1999 realizamos un viaje parlamentario a México. Allí nos encontramos con que se estaba recordando el sesenta aniversario del exilio republicano español del que lo vasco tuvo tanta importancia. Allí estuvo exiliado parte del Gobierno Vasco, se editaron publicaciones de gran interés y se realizó una importante labor de lucha contra la dictadura franquista. Cuando volvimos a Madrid la celebración era el recuerdo a Carlos V, como el año anterior había sido a Felipe II. Fue tal el contraste que hablando con un diputado del Partido Socialista promovimos una iniciativa en la que se tratara de recordar aquella efemérides, se recopilara informa­ción gráfica y escrita, se organizaran exposiciones y se atendiera a los todavía sobrevivientes de aquel gran naufragio que fue la guerra civil.

Cuando llegó el momento de la discusión en el Congreso, el Partido Popular se negó a condenar la sublevación militar del 18 de julio de 1936. Alegaron que no podían ir contra su propia historia. Y no lo hicieron.

La tregua de ETA y su posterior ruptura hizo que el deterioro de las relaciones políticas entre el nacionalismo y el gobierno Aznar fuera in crescendo hasta el punto de que en el acto organizado en el Congreso para festejar el 21 aniversario de la Constitución Española, el presidente del gobierno central, José M. Aznar se atrevió a comparar el acuerdo de Lizarra con el Pacto de Munich que firmaron en 1938 Gran Bretaña y Francia con Hitler. Ambos países cedieron ante Hitler y permitieron la anexión del territorio checo de los Sudetes para evitar la guerra. Pero solo seis meses después, se inició la Segunda Guerra Mundial.

Aznar no se conformó con el símil histórico sino acusó al PNV de querer la exclusión, la limpieza étnica y la aniquilación del adversario y de estar más cerca de Kosovo que de la Europa del Euro.

El nieto e hijo de franquistas se atrevía a acusar al nacionalismo europeísta democrático perseguido por una dictadura totalitaria, uno de cuyos ministros, Manuel Fraga, es el Presidente de Honor y fundador de la organización política de un Aznar que sin complejo ni rubor alguno se atreve a señalar a las víctimas como si hubieran sido los verdugos.

La campaña siguió en Jerusalén y en cada ocasión en la que el PP tenía algún acto de pre-campaña electoral hasta el punto que a raíz de la crítica internacional al acuerdo en Austria y la entrada al gobierno del partido de Haider, el Vicepresidente Rodrigo Hato y el ministro Mayor Oreja se atrevieron a decir que la alianza PNV-EH era peor que la de Austria. Aquello era el colmo. Coportavoces de ETA y filonazis. Todo valía.

La reflexión se imponía. ¿Por qué los herederos de la nomenclatura de una dictadura como la de Franco cometen semejantes excesos? ¿Querrán aparecer como demócratas de pedigrí atacando a una de las víctimas? ¿Se han dado cuenta del poder de los medios y del consejo goebeliano de que una mentira repetida se convierte en una gran verdad? ¿Se han percatado de que existe un vacío creado por una transición que no pasó factura y nadie les va a replicar?

Algo de todo eso ocurría.

Y es que la transición política española contó con el silencio cómplice de todos los que pensamos que para asentar aquella frágil democracia cogida por alfileres lo peor que podía ocurrir era hurgar en el momento presente pasado inmediato. De esa manera no se pasó factura por aquellas barbaridades y por los latrocinios de gentes que rápidamente se ponían sobre sus harapos la capa de armiño de la pureza democrática señalando que había que mirar al futuro y olvidarse del pasado, logrando que los pocos exiliados que quedaban volvieran casi de puntillas y poco menos que pidiendo perdón para no importunar a los estómagos agradecidos de aquel festín de corrupción como fue el régimen de Franco.

La historia la seguían escribiendo los vencedores y se la seguían creyendo los vencidos.

De vez en cuando algún chispazo como cuando logramos, tras el llamado Debate del Estado de la Nación, en junio de 1999, que se reconociera por todos que a Gernika la había bombardeado la Legión Cóndor al servicio de Franco. Al PP no le quedó más remedio que aprobarla, sabiendo que la iba a meter al cajón y sabiendo también de forma calculada, que su rechazo le hubiera ocasionado un desdoro a la imagen de centro que pretendía fabricarse.

Pero el colmo lo constituyó el ataque al nacionalismo vinculándolo con Haider cuando Aznar había sido el padrino de Berlusconi y del partido que había pactado con Haider en Austria, habiéndose autoexcluido el PNV del Grupo del PPE, ante el sesgo derechista y sospechoso que iba tomando aquella opción política que había nacido en 1947 como una tercera vía y de la que Aguirre, Leizaola, Irujo y Landaburu habían sido fundadores. Haro Teglen lo describía así en su columna de El País:

“Es muy loable la postura de Aznar rechazando al neonazi de Austria, cuando él debe tanto a aquella ideología. Su partido está fundado por Fraga Iribarne, prohombre del fascismo español. Me empeño en igualar fascismo y franquismo, al Movimiento equivalente y cooperante, con el grupo de fascismos de la época, sus cómplices militares. Fraga colaboró con numerosos libros de doctrina; proclamó necesidades que le parecían elementales, como las penas de muerte que se firmaron en el Consejo en que él estaba, y que, ya sin Franco, ministro del Rey en la transición cuando no se sabía que aquello era una transición y buscaban una continuidad, dijo que la calle era suya y participó en la represión de Montejurra”.

En éste contexto, el 3 de febrero de 2000, Aznar estrenó el Archivo Virtual de la Residencia de Estudiantes. En aquel acto de pre-campaña electoral destacó la importancia de rescatar la herencia cultural e intelectual para construir una España consciente de sí misma. Y llegó más lejos: “La Historia europea demuestra que nada hay más inquietante que un pueblo olvidadizo”. Es decir, el doble juego.

Si el nacionalismo recuerda sus hechos se le dice que hay que mirar al futuro y se le recomienda pasar página a las aventuras del abuelo Cebolleta. Una vez logrado se le puede acusar de connivencia con Haider o de preferir la Europa de Kosovo a la del Euro.

Pero algo de todo esto es culpa nuestra.

Historia que no cuentas, historia que te la cuentan. Y mal.

OTRAS VOCES.

En el verano de 1999 comenzaban a oírse otras voces sobre la amnesia a la que se le había sometido a toda una generación. Ninguna tan contundente como la del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, quien en un curso de verano de la Universidad Menéndez Pelayo reivindicó que se pusiera fin a la amnesia colectiva sobre los años de la Guerra Civil, recuperando la memoria anónima de quienes vivieron una etapa marcada por la figura más nefasta de la historia de España desde el neolítico”. A su juicio “no ha habido en España nadie que haya reportado tantos sufrimientos a tantos millones de personas como Francisco Franco Bahamonde. Hubo medio millón de encarcelados, medio millón de exiliados y en Madrid se fusilaban a doscientas y pico personas diarias”.

Ese mismo mes de agosto y en esta oportunidad en El Escorial, en los Cursos de verano de la Complutense el británico Hugh Thomas, autor de una famosa historia sobre la guerra civil decía: “Aun no acierto a explicarme la falta de sentimientos de arrepentimiento y de perdón del franquismo que ganó la guerra. La guerra civil es la contribución española a ese fracaso humano que supone el siglo XX, verdaderamente un siglo de atrocidades.

Gunter Grass, Premio Nobel de Literatura ese año 99, recordó como “en 1975 vine a Madrid, invitado por Willy Brandt, cuando se celebró el primer Congreso de los socialistas en España. Hubo grandes discursos, pero nadie dijo una palabra del pasado. Le pregunté a Felipe González si ese olvido no era peligroso, y me dijo que si se empezaba a escarbar en el pasado estallaría todo. Tal vez fuera una respuesta plausible en aquel momento, pero no es la respuesta definitiva. En España aun no ha empezado la discusión sobre el pasado. Hablamos de Alemania, pero es toda Europa la que debe desenterrar sus tabúes. Cada país debemos ver la viga en el propio ojo”.

Podía traer decenas de testimonios de gentes con sensibilidad que no pasan por el aro de creer que la Transición española fue obra del Rey y de Adolfo Suarez quienes con su arrojo y clarividencia lograron un modelo perfecto de pase de una dictadura personal a una democracia asentada. De eso nada. Es una de las grandes pompas de jabón creadas por gentes interesadas y creídas por cuatro ingenuos. Quienes de verdad estudien este periodo se percatarán que todo este montaje está sustentado en el silencio, el borrón y cuenta nueva, el tragar carros y carretas, el no pasar factura, el por la paz una ave-maría, y por la generosidad de gentes humilladas y perseguidas que prefirieron pasar página antes que caer en la tensión de una difícil convivencia.

Y esto que comprensible, no lo es tanto, cuando su precio es la manipulación de la historia, el olvido de sus protagonistas y el que los verdugos de ayer se conviertan en las victimas de mañana de forma virtual. Eso ya es demasiado.

De ahí la conveniencia de no perder testimonios, ni páginas de nuestra historia inmediata y de ahí el por qué de este libro.

Se trata pues de recordar la figura de un demócrata vasco, como Joseba Rezola, quien falleció siendo Vicepresidente del Gobierno Vasco en el exilio y trabajando desde su trinchera informativa, así como decir que alrededor de Rezola, había una organización de gente altruista, un trabajo de hormiga, un equipo en Venezuela y en Euzkadi y un medio ambiente hostil para una célula democrática en momentos en los que no existía la democracia sino la Resistencia y la clandestinidad.

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