Los estrategas de la Casa Blanca tratan de explicar que la guerra declarada por George W. Bush y continuada por Barak Oabama, no es contra el mundo islámico, ni tampoco trata de destruir países paupérrimos como Irak o Afganistán. Actualmente, aquí radica la gran ambigüedad, pues las críticas empiezan a cuestionar el enfoque estrictamente militar que se está empleando para resolver el problema. Como todavía no se clarificaron todos los detalles sobre el grupo terrorista responsable del once de septiembre de 2001, inclusive a pesar del derrocamiento Talibán y la guerra en Irak para desactivar, hasta ahora inexistentes recursos sofisticados de armas biológicas, la reacción política del Departamento de Estado no tiene otra opción que movilizar los sentimientos más nacionalistas, continuar las represalias y encontrar un blanco de tiro.
El eminente especialista en relaciones internacionales, Robert Keohane, afirmó que el uso de acciones militares no debería entenderse como La Estrategia por las consecuencias políticas a largo plazo. “Hablar de terrorismo con mayúsculas y declararle la guerra global podría ser un error también mayúsculo –explicó–, razón por la que debe coordinarse cuidadosamente el uso de la fuerza junto con negociaciones multilaterales y donde estén presentes las naciones islámicas”.
Otros análisis sugieren que si se dejan las cosas como están, el enemigo difuso llamado terrorismo, fácilmente se puede identificar con una guerra cultural contra el mundo árabe, lo cual estaría desatando una confrontación entre Occidente y Oriente de fatales resultados. Es más, por detrás del orgullo americano se filtra peligrosamente un sentimiento cuyo carácter tiende a hacer ver que la identidad y las vidas estadounidenses son las únicas valiosas antes que cualquier otra, en cualquier otro país. ¿Cómo comprender que las vidas de los soldados estadounidenses y sus privilegios de inmunidad son Lo Supremo y las decisiones de otros países, casi nada?
El once de mayo de 2005, The Washington Post criticaba diciendo que “los Estados Unidos no tenían un plan racional para reconstruir Irak y tampoco nada estaba claro para preparar la era post-Saddam, aún a pesar de las elecciones en enero de 2005”. Este problema no es otro que el retorno del estigma de los inferiores. Es decir, el país derrotado por la victoria militar debe pagar los costos, no solamente humanos, sino aguantar una situación de inferioridad hasta que los Estados Unidos decida qué hacer y hasta qué punto reedificar Irak. Esta misma es la orientación en las vergonzosas torturas infligidas por los soldados estadounidenses a algunos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. Lamentablemente, son estas las visiones tendenciosas que los portavoces de la Casa Blanca están transmitiendo. No hay lugar para diferenciar entre el régimen Talibán, entendido como versión extrema del fundamentalismo islámico, el Jihad o Guerra Santa como interpretación del Corán, y el resto de los países musulmanes como Irak que reivindican su tradición religiosa como fuente de poder e identidad cultural.
Nunca estuvo claro cómo iba a manejarse el problema hacia adelante. ¿Desde el punto de vista de la justicia criminal o solamente como asunto militar? En caso de encontrarse a bin Laden y otros de sus seguidores, ¿en qué tipo de corte serían juzgados? ¿Si se instala un tribunal internacional, en el futuro éste servirá también para intervenir en la resolución de conflictos en el Oriente Medio? ¿Cuáles serían las consecuencias políticas de un juicio público hacia las figuras más temibles del fundamentalismo islámico?
Según el derecho internacional público, nunca se demostró que Afganistán o Irak, como países, hayan estado involucrados directamente en los ataques del once de septiembre o en la producción masiva de armas químicas, por lo que su destrucción fue la señal clara de una guerra cultural contra el mundo islámico, que fácilmente puede extrapolarse a otras realidades consideradas, en el fondo, con desprecio y animadversión.
Observando el caos en que está sumido Irak después de la caída de Hussein y sus elecciones parlamentarias, las consecuencias colaterales de esta guerra global contra el terrorismo también son totalmente negativas para los derechos humanos en países pobres. Primero, porque las prioridades presupuestarias de los Estados Unidos están en los gastos militares – Obama inclusive afirma constantemente que los billones de dólares anuales de gasto militar son insuficientes – y en la reconstrucción doméstica del orgullo estadounidense que básicamente está orientada a la superación del desempleo y la recesión. Segundo, porque los montos de cooperación internacional en materia de desarrollo a través de USAID podrían ser drásticamente reducidos, hasta el extremo de sugerirse la clausura de esta agencia gubernamental, como ya lo propusieron muchos congresistas republicanos desde el año 2001. Tercero, los esfuerzos por recaudar dinero en beneficio de la erradicación de enfermedades tropicales y el Sida en África, ahora deberán pasar por una aprobación política e incluso militar, porque muchos países afectados por terribles epidemias son islámicos.
Finalmente, a pesar del liderazgo de Barak Obama, los insignificantes cambios en la política exterior no dejarán de estar estrechamente vinculados a estrategias militares en distintos hemisferios. Esto quiere decir que la guerra global contra el terrorismo equivale a tener en cuenta la posibilidad de manipular la oposición o el apoyo de muchos países hacia Washington, sin importar si son regímenes democráticos o autoritarios, sino cuán cerca están del perfil terrorista, o cuánta es la amenaza hacia el nacionalismo estadounidense, desechando la visión moderna de los derechos humanos como baluarte mundial.
La guerra contra las drogas en el área andina de América Latina, los grupos guerrilleros en Colombia o aquellos movimientos sociales susceptibles de armarse, quedarán atrapados dentro de un concepto que hace posible el ataque frontal de los Estados Unidos, y donde queda poco espacio para las negociaciones de paz porque el terrorismo global ha sido definido, de cualquier manera, como todo aquel enemigo del amor propio estadounidense. También es probable que el brindis de la victoria nunca se logre porque no parece ser viable reinstalar un régimen político integrador para Irak.
Si esto es así, tampoco será posible reestructurar el ejército para convertirlo en una fuerza exclusivamente defensiva y controladora del orden interno. La página web de Global Security cita declaraciones donde todo parece ser “frustrante pero no sorprendente que las cosas pasen de esta forma”. Al Pentágono no le que queda otra opción política, sino afianzar el prejuicio terrorista en Irak y Afganistán porque las tropas norteamericanas siguen siendo el enemigo y la mentira constante para los ciudadanos comunes iraquíes o afganos. En el fondo, Estados Unidos muestra al mundo que la guerra contra el terrorismo es una prueba más del realismo ofensivo en la política exterior que considera a los países islámicos como un conjunto de sociedades inferiores al poderío occidental.
Franco Gamboa Rocabado, sociólogo político, Yale World Fellow, franco.gamboa@aya.yale.edu