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30 canciones, 30 en tres horas de gloriosa actuación

Un Aute espléndido en calidad y cantidad emociona y estremece a tope en su recital del Price

jueves 01 de agosto de 2013, 00:02h
Un Luis Eduardo Aute espléndido en calidad -jamás sus cuerdas vocales sonaron mejor- y cantidad -tres horas, tres-, en voz e interpretación, en poesía y en los soliloquios entre sus canciones. Un Aute en estado puro, que ha logrado la utopía de llegar a mayor sin ser adulto y se ha quedado en el niño que miraba el mar, eje central de su actuación en el Price el pasado martes. Eje de su último disco -y van más de treinta- y de la película con dibujos 'El niño y el basilisco' de tan polifacético artista, de tan espléndido y ejemplar intelectual.
Nos depositó, en este casi ferragosto meteorológico, en las húmedas playas virtuales de la gloria. Dejó en el ambiente del Price un resplandeciente incienso de ética y estética con el que nos emborrachó el espíritu. Y en el cerebro, los afortunados catecúmenos que disfrutamos de su recital, sentimos el fulgor de la belleza -en general y de su descriptivo retrato del mundo actual de idéntico título-.  Y, con el pulso y el corazón acelerado, en la yema de los dedos de las manos un hormigueo compulsivo.  
Que luego nos transmutó mágicamente los pies que, demudados en alas -pero no en balas-, cual la greguería 'ramonserniana', nos llevaron caminando hasta casa a un palmo del suelo, levitando como místicos. Pongamos que hablo/escribo de Luis Eduardo Aute, de quién si no, de quién. Así fue su concierto de un Price más circo de locura -bendita locura- que nunca.

En definitiva, un Aute explosivo como cantante, como compositor, como letrista, como poeta... como personaje único y, ¡ay!, me temo que irrepetible. Para él fue algo así como una virtual salida a hombros de sus enfervorizados seguidores, de los practicantes de esa liturgia compulsiva y laica que es el 'auteísmo' en la plaza más difícil -como Las Ventas para los coletudos, donde también ha 'toreado' y abierto la Puerta Grande real-, pero a la vez más entregada y ardiente cuando se le ofrece -como en la lidia- la lírica, la épica y como en la mítica canción que nos regaló en uno de sus bises: 'La belleza".

Apoteósicos bises cuando las del 'alba' serían


El concierto, basado en este su último trabajo -"aunque habrá algunas canciones del siglo pasado", avisó con su sentido crítico y críptico del humor 'auteísta-, empezó fuerte con 'Cera perdida', pero se disparó al máximo a partir de la esplendorosa, tenebrosa, vehemente y ácida versión de 'Aleluya', con un Aute que lo bordó como cantante y como intérprete, una catadura ésta superior al alcance de escasísimos privilegiados. Y ya no bajó de las nubes, desgranando hasta 30 composiciones, 30, a lo largo de tres cortas -nada de largas, jamás el tiempo voló tanto- horas. Ahí es 'na'.

Siempre con la dirección musical, lucida y lúcida de otros monstruo de los arreglos y, claro, de la guitarra, Tony Carmona, llegaron después 'Un ser humano', 'Las musas', 'Qué necesidad', 'Un verso suelto' -perfecta definición para este individuo libre, animal de ningún rebaño, que diría/escribiría Gloria Fuertes-, 'La ley de Galilei', 'Feo mundo inmundo' -¿les suenan estas tres iniciales que representan tanta 'hijoputez'?- 'El basilisco' y varias más de este su último trabajo. Un recital taraceado -ya avisó- con alguna clásica, que no antigua, del siglo pasado.

Y concluido a lo grande no con uno ni con dos ni con tres bises, ¡quia!: fueron tropecientos mil. Incluso algunos recordando sus viejos tiempos de cantautor con guitarra y sin otro acompañamiento. Casi las del alba serían cuando lo cerró definitivamente con una lírica interpretación de 'Al alba'. Llena de épica: sin instrumentos de apoyo, ya ni siquiera su guitarra, ni micro: a plenos pulmones, a plenos bemoles. Fue su certera estocada final que atravesó de nuevo el alma de su ejército de 'auteístas', que siguieron levitando hasta alcanzar la cima del deleite ante un artistazo único que, ¡ay!, me temo irrepetible. Y siempre sublime sin interrupción.
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