Tribueñe viene
desarrollando un trabajo
encomiable desde hace una
década en su pequeña sala alternativa
situada en las proximidades de la
madrileña plaza de toros de las Ventas
y, acaso por eso mismo, por lorquiana, por española y por típica y tópica, esta versión de
Bernarda Alba está repleta de
recursos alusivos a la España
profunda: sonidos de
bandas, trompetas y tambores, procesiones,
riguroso luto, abanicos y, sobre todo, el fogonazo de Adela, la pequeña de las hijas de Bernarda
Alba, que en un gesto apasionado y desesperado, lanza al aire
y deja a sus pies un largo
trozo de lienzo rojo, que recuerda
el capote taurino, como gesto
desafiante a la madre y al mundo, para proclamar a los cuatro vientos que
ella, y no su hermana mayor, Angustias,
es la verdadera mujer de Pepe el Romano.
Recordemos
que Bernarda Alba, tras quedarse viuda,
cierra a cal y canto las puertas de su casa, habitada
únicamente por mujeres (ella misma, sus hijas, su madre y dos
sirvientas más) con el declarado y firme propósito de no volver a abrirlas hasta
8 años después, cuando se haya pasado el luto que impone la
costumbre de la época. Esa circunstancia, la juventud de sus hijas y que, como siempre se ha dicho, no se le
pueden poner puertas al campo,
desencadenan la tragedia en la que
-como no puede ser de otro modo- hay un hombre , Pepe el Romano, novio
por interés de Angustias, hija del primer marido de Bernarda, pero que se encapricha de Adela, la menor de las hermanas, que no está dispuesta tampoco a renunciar a él, de ningún modo, y
lleva ese sentimiento hasta la muerte.
Lorca escribió el drama en los años 30 del siglo pasado para denunciar, aunque de forma
poética, la hipocresía, el rigor, la dureza y la verdad descarnada de la España profunda que, poco después, acabaría
enfrentándose de forma fratricida y llevando
a la tumba al mismo poeta granadino. Un asunto que, aunque no esté
fuera del folklorismo, no es precisamente el aspecto esencial
de la obra y en el que, sin
embargo, inciden en exceso -a nuestro
juicio
- Irina Kouberskaya y
Hugo Pérez de la Pica, directores de la obra.
Son casi innumerables las versiones
que se han montado de la obra de
García Lorca, razón por la cual
este empeño de los padres de Tribueñe merece
más que respeto, pero esto
implica también un riesgo extremo porque despierta
en el espectador
la memoria reciente, que la
traslada a
Las Naves del Matadero para recordar como en 2009 y en
versión de
Lluis Pasqual,
Nuria Espert
y
Rosa María Sardá dieron vida a Bernarda y a Poncia,
respectivamente. O como un año después,
en el Español, la sevillana
Pepa Gamboa llevó a ocho gitanas chabolistas al escenario. O como un
poco más atrás, en 1998,
María
Jesús Valdés (Bernarda) y
Julieta Serrano (Poncia), dieron vida
también a estos personajes lorquianos en el María Guerrero, sede del
CDN, dirigidas por
Calixto Bieito. O la transgresora encarnación, en 1976 (Teatro Eslava), de la figura de Bernarda por
Ismael
Merlo,
bajo la dirección de
Ángel Facio.
Un drama, en
fin, a nuestro juicio, el recreado por
Irina y Hugo, con excesos de
simbolismo y falta de naturalismo que se salva por el excelente trabajo de las actrices
Irina Kouberskaya (Mª Josefa, madre de Bernarda),
Carmen Rodríguez de la Pica (Bernarda),
Badia Albayati (Adela),
Alejandra
Navarro (Angustias),
Matilde Juárez
(Martirio),
Rocío Osuna (Magdalena),
Irene Polo (Amelia),
Mª Luisa García Budi (criada),
Enriqueta
Sancho (vecina), y, en especial, de
Chelo
Vivares, actriz que encarnó a Espinete -personaje principal de Barrio Sésamo-, la
famosa serie de TVE de los años 80, y
que da vida a una Poncia también
memorable y más que creíble.
-
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