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La primera República Catalana de 1641: la república efímera
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(Foto: Pixabay - DasWortgewand / Reimund Bertrams)

La República efímera

"Efímera. La calentura que se termina en un solo día"
Sebastián de Covarrubias,
Tesoro de la Lengua Castellana, 1611.

La primera República Catalana fue solemnemente proclamada por el presidente de la Generalitat, Pau Claris, el 16 de enero de 1641. Cataluña era por fin una nación soberana, cosa que no había logrado en la Edad Media, cuando surgieron los reinos peninsulares, pues Cataluña siempre fue vasalla del Imperio Carolingio o de la Corona de Aragón. Pero la alegría fue breve: una semana después, el 23 de enero, el “presidente de la República”, el propio Claris, anunció que Cataluña era otra vez monarquía con un nuevo soberano, Luís I, Conde de Barcelona. En realidad se trataba de Luís XIII de Francia. Huyendo de la sartén habían caído en el fuego, los catalanes se habían entregado al centralismo borbónico un siglo antes de que éste llegase a España, y serían gobernados con puño de hierro por el cardenal Richelieu.

Las eras históricas tienen tempos muy diferentes, una semana del siglo XVII podría equivaler a unos minutos del XXI, los que tuvo de vigencia la enésima República Catalana proclamada por Carles Puigdemont el 27 de octubre de 2017, que algunos acusados por sedición pretenden que fue simbólica. Entre ambos malpartos se han producido otros de similares características, en total han sido cinco intentos repetidos como una pauta de frustración histórica. Pero volvamos al precedente que marcó el camino de desengaños.

Desde 1635 España se hallaba en hostilidades con Francia. Por su situación geográfica Cataluña era frente de guerra, y por allí tenían que transitar o acantonarse las tropas españolas. En todas partes el paso de un ejército, aunque fuera propio, despertaba temores porque algunos soldados cometían tropelías (recuérdese El Alcalde de Zalamea) y, en todo caso, su presencia resultaba costosa para el país. Además el Conde-duque de Olivares, que gobernaba España, tenía un plan, “la Unión de las Armas”, para que todas las partes de la Monarquía Hispánica contribuyesen a los esfuerzos bélicos, pues lo cierto es que tanto los hombres como los dineros para la guerra los ponía la Corona de Castilla.

Las protestas de los campesinos catalanes eran constantes, y de vez en cuando cristalizaban en incidentes violentos. El clero local echaba leña al fuego y acusaba a las tropas de robos sacrílegos y de profanaciones del santísimo sacramento. Mientras que lo primero podía ser fácilmente verdad, lo segundo era seguramente un bulo para cargar las tintas. Uno de esos clérigos que clamaban contra la presencia de los reales ejércitos era un canónigo de la catedral de Urgel, Pau Claris, que en 1638 se convirtió en presidente de la Generalitat.

En mayo de 1640 estalló una revuelta campesina en Gerona, y la chispa saltó a la misma Barcelona, propiciada por la presencia de numerosos segadores que habían acudido a la procesión del Corpus. Apropiadamente se ha llamado “el Corpus de sangre” porque provocó una orgía de violencia y asesinatos de jueces y funcionarios, culminando con el linchamiento del virrey, Dalmau de Queralt, a quien las turbas cosieron a puñaladas.

En aquel tiempo no existían fuerzas de orden público, para restaurar la autoridad real en Barcelona habría que organizar un nuevo ejército y mandarlo a Cataluña, pues las tropas existentes estaban en campaña contra Francia. Se produjo por tanto un vacío de poder que la Generalitat aprovechó para proclamarse independiente. Claris solicitó ayuda militar a Francia, que Richelieu concedió a condición de que la Generalitat pagara los gastos. Lo que había empezado por no querer Cataluña pagar a los soldados españoles, había llevado a pagar a los soldados franceses. Y esto sólo era el principio de la catarata de infortunios que caerían sobre Cataluña.

En Navidad los segadores -esos que los nacionalistas cantan en su himno patrio, Els Segadors- que ya no tenían casas de nobles españolistas que asaltar en Barcelona, la emprendieron con los burgueses locales, provocando una situación de terror similar a la que en 1936 llevó al abuelo de Puigdemont a huir de Cataluña, pasarse al enemigo y ponerse al servicio de Franco como cocinero. La única garantía frente a la anarquía era echarse cada vez más en manos de Francia, y en esa situación de caos Pau Claris realizó el movimiento político que ha sido escuela de los actuales soberanistas: la huida hacia adelante, aunque llevara al abismo. Proclamó la República, como se ha dicho, y a la semana proclamó al Borbón francés Luís XIII soberano de Cataluña.

Ahí se acabó la autonomía catalana: Richelieu envió un gobernador francés, y con él vinieron comerciantes y hombres de negocios franceses para colonizar económicamente el nuevo territorio. Coherente al final, Pau Claris se murió del berrinche un mes después.

Y aún quedaba lo peor. Cuando los separatistas despertaron de su sueño, el Estado aún estaba ahí, como escribía hace poco Santos Juliá. El Estado, la Monarquía Hispánica, envió por fin un ejército a recuperar la soberanía de Cataluña, que durante doce largos años fue asolada por la guerra hispano-francesa en su territorio. Los catalanes no había querido ser retaguardia y se habían convertido, por la gestión de su president, en campo de batalla. La campaña culminaría por la toma de Barcelona, que durante un año padeció las privaciones y miserias de un asedio férreamente llevado por el jefe del ejército real, don Juan José de Austria, hijo bastardo favorito de Felipe IV.

Al final los consellers de la Generalitat, para salvar la vida, traicionaron a su nuevo soberano, el rey francés. El 13 de octubre de 1652 le abrieron las puertas a don Juan José de Austria, que les había ofrecido perdón general. Don Juan José desfiló victorioso al frente de sus tropas por las calles de Barcelona, Felipe IV fue acatado como rey y su hijo como virrey, y don Juan José designó un Consejo del Ciento formado por leales a España.

El balance de aquella primera República efímera no pudo ser más desastroso: el terror de los segadores, el fin de la autonomía, doce años de guerra sobre territorio catalán, la pérdida de territorio, la ruina económica de sostener al ejército francés y soportar la destrucción bélica, y todo para que al final las Cortes catalanas, bajo la vara de don Juan José de Austria, votasen un subsidio de 500.000 libras anuales para sostener la guerra de la Monarquía Hispánica con Francia.

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