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Divinas flores de mayo

Divinas flores de mayo

sábado 30 de abril de 2022, 10:25h

«Que por mayo, era por mayo / cuando hace la calor / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor», pregona un romance anónimo y medieval atribuido a un prisionero.

Cada año, la tibia primavera desaletarga la naturaleza con su beso colorido, y mayo -el mes más cromático del calendario- se erige en el epítome de la estación de las flores. Mayo es una luminosa eclosión de savia y de vida… «cuando canta la calandria / y responde el ruiseñor / cuando los enamorados van a servir al amor», añade el desdichado preso.

Mayo también es, como usted sabe, mes de devoción mariana. La Iglesia ofrece a la Virgen un culto especial en el que se la honra diariamente con oraciones y canciones específicas, se le ofrendan flores (venid y vamos todos con flores a María) y, finalmente, se la corona con ellas.

La asociación entre María y las flores viene de los primeros siglos del Medioevo, pero fue el rey Alfonso X el sabio, el primero en engavillar con palabras este vínculo, informándonos en una de sus Cántigas que «María es rosa de las rosas, flor de las flores». No obstante, el nexo formal entre las flores y la Virgen lo ideó, en 1725, el jesuita Annibale Dionisi con su Mes de María, un librito que explica cómo venerarla: flores, oraciones, jaculatorias, altar en la iglesia, en el hogar y otras claves que han pautado anualmente el proceder de los fieles a lo largo de casi tres siglos. Posteriormente, el Papa Pablo VI, “oficializaría” esta devoción tan popular como secular mediante la encíclica Mense Maio, de 29 de abril de 1965.

Una curiosidad “florimariana” es que desde la Edad Media existe en la Cristiandad un tipo o categoría de jardín -el jardín mariano- que consiste en un espacio verde (exterior o interior) presidido por la imagen de la Virgen, en el que a modo de oración y ofrenda, se cultivan especies ornamentales. El primero del que se tiene constancia data del siglo VII y fue creado por el monje irlandés San Fiacre, patrón universal de los jardineros, salvo de los madrileños que tienen por patrona a Nuestra Señora de Lis.

Otra curiosidad es que en muchos lugares del mundo se venera a la Virgen de las Flores. El culto parece tener origen en la ciudad italiana de Bra, donde la Virgen impidió que dos soldados violasen a una muchacha en avanzado estado de gestación. Tras la huida de los agresores, a la joven se le adelantó el parto y pidió socorro en la casa más cercana. Después de dar a luz acudió al lugar donde la Virgen había cegado a sus atacantes y descubrió que en él había crecido, en cuestión de horas, un florido y enorme zarzal, un endrino negro (prunus spinoza).

La concomitancia entre naturaleza y maternidad es una idea recurrente que no necesita aclaración, y la flor, aparato reproductor de las plantas fanerógamas es la expresión aterciopelada y perfumada de la vida, una joya generatriz que festeja la ciclicidad y renovación de la existencia. Las cruces de mayo, asociadas a la resurrección de Cristo y al mes dedicado a su madre, son una manifestación más de esta idea subayacente de re-generación, común a muchas culturas, en las que desde la noche de los tiempos, el incesante resurgir de la vida ha sido sacralizado, celebrado y agradecido a una gran madre o diosa materna.

Los romanos -que son los hacedores de muchas de nuestras costumbres, incluidas las religiosas- honraban entre el 28 de abril y el 3 de mayo a la diosa Flora, esposa de Céfiro (el viento que trae las lluvias de primavera), con los Floralia, unos juegos en su honor muy populares y desenfrenados que la Iglesia cristianizó y moderó (en ocasiones, sin éxito, a tenor del despiporre pasado y presente en algunas romerías marianas).

Flora era la diosa de la primavera y de la floración, tanto de las plantas de recreo como de los cereales, los frutales y la vid. Una deidad poderosa a la que, según Ovidio, acudió la diosa Juno en busca de ayuda: Júpiter, su marido, había engendrado solito a Minerva (que nació de su cabeza, tras una fecunda migraña) y ansiaba desquitarse de él, alumbrando un hijo partenogenético; entonces Flora -compadecida- le regaló una flor con la que embarazarse sin el concurso de Júpiter, gracias a la cual concibió a Marte. Sobre los mitos partenogenésicos (como la concepción de Jesús), Mircea Eliade opina en Lo sagrado y lo profano que «tales concepciones míticas corresponden a creencias relativas a la fecundidad espontánea de la mujer y a sus ocultos poderes mágico-religio­sos, que ejercen una influencia decisiva sobre la vida de las plantas». Parece, pues, que concebir sin haber conocido varón es el algún estrato de nuestra psique profunda y colectiva una posibilidad factible en tanto que potestad de la naturaleza o madre primordial deificada.

Será por eso que los griegos también creyeron en la existencia de una flor fecundante. Robert Graves explica en Los mitos griegos, que «Ares y su hermana gemela Heris fueron concebidos cuando Hera toca cierta flor (…) La cierta flor parece haber sido la flor del espino blanca», una flor, por cierto, que en muchos lugares de Europa está relacionada con la concepción milagrosa. La espina blanca es la flor de Ares (Marte) y en la literatura celta, la espina negra o flor del endrino, la de su hermana gemela Heris, que, además, trae discordia (note que la frustrada violación de la joven de Bra pudo haber malogrado el nacimiento de la criatura). En algunas localidades españolas (Soria, Burgo de Osma, Hoyos del Espino, Santa Gadea del Cid, Membrilla o Chauchina, se venera a la Virgen del Espino (del espino blanco).

Son muchas las flores ligadas a la Virgen, pero las flores marianas por excelencia son la caléndula (marygold en inglés), la azucena (que es emblema de pureza) y, por supuesto, la rosa. Su simbología es plurívoca: en el imaginario cristiano representa, además de a la Virgen, a Dios, a la totalidad; al alma (que se yergue virtuosa sobre el espinoso camino espiritual); al grial, a la transfiguración de las gotas de la sangre de Cristo y, por ende, a la resurrección y lo eterno (precisamente en mayo los romanos depositaban con esa esperanza rosas en las tumbas de su difuntos y llamaban ‘rosalía’ a la ceremonia). La rosa de cinco pétalos evoca las cinco llagas de Jesús y «el cinco, al suceder al cuatro, número de terminación, marca el comienzo de un nuevo ciclo», nos aclara Jean Chevalier, en su Diccionario de símbolos. En las catedrales góticas verá rosas labradas en piedra (rosetones), metamorfoseadas en ruedas de la vida, en metáfora lítica de lo eterno. Lo dijo Gertrude Stein en un poema: «A rose is a rose is a rose».

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