En 2027, España perderá un 20 % de los fondos europeos destinados a la Política Agraria Común (PAC) y los fondos de cohesión. Se trata de un recorte severo, anunciado a pesar de meses de protestas masivas protagonizadas por agricultores, ganaderos y pescadores que ven cómo se desmantela lentamente el pilar económico que sustenta al mundo rural. El ministro de Agricultura, Luis Planas, ha advertido sobre esta amenaza y ha insistido en la necesidad de “unidad entre administraciones y sector para defender los intereses del campo español”. Sus palabras reflejan no solo una preocupación institucional, sino también la fragilidad de un modelo productivo cada vez más expuesto a las prioridades políticas cambiantes de Bruselas, donde se ha decidido e impulsado esta medida.
Mientras se reducen los recursos destinados a quienes garantizan la producción de alimentos —el principio básico de cualquier sociedad funcional—, comienzan a hacer ruido propuestas internacionales que, de ser adoptadas sin una evaluación crítica, podrían acentuar la fragilidad del mundo rural. Una de ellas es la iniciativa fiscal “3 para 35”, promovida por la Organización Mundial de la Salud y presentada en julio de 2025. La campaña propone que los gobiernos incrementen en al menos un 50% los precios del tabaco, el alcohol y las bebidas azucaradas mediante impuestos, con la promesa de salvar 50 millones de vidas y recaudar más de mil millones de dólares. Aunque suene razonable desde una óptica sanitaria, experiencias previas muestran que medidas de este tipo, si se aplican de forma generalizada, pueden tener consecuencias negativas en sectores productivos clave, incluidos aquellos vinculados al campo.
El problema es doble. Por un lado, se abandona la agricultura tradicional con recortes de financiación directos, sin proponer alternativas que la integren en una estrategia de salud pública sostenible. Por otro, comienzan a ganar popularidad medidas que penalizan el consumo de ciertos productos sin atender a las consecuencias reales en el tejido económico ni a la eficacia comprobada de dichas políticas. Este divorcio entre salud pública y sostenibilidad económica demuestra una vez más que muchas de las medidas impulsadas por organismos internacionales se diseñan desde despachos lejanos al campo, tanto en lo geográfico como en lo político.
Los impuestos a productos alimentarios no siempre funcionan como se promete. Un ejemplo emblemático es el llamado “impuesto a las grasas” que se introdujo en Dinamarca en 2011. Esta medida, pionera en su momento, imponía una tasa sobre productos con altos niveles de grasas saturadas. Aunque en un principio redujo la compra de algunos productos en un 4–10 %, los resultados fueron profundamente decepcionantes. Muchos consumidores comenzaron a realizar compras transfronterizas en Alemania y Suecia para evitar los precios elevados. Además, la industria alimentaria danesa sufrió pérdidas, se redujeron empleos y el sistema tributario se vio desbordado por la complejidad burocrática. El impuesto fue retirado en 2012, apenas un año después de su implementación, y calificado oficialmente como un fracaso.
México ofrece otro caso ilustrativo. En 2014 se impuso un impuesto de 1 peso por litro a las bebidas azucaradas. En los primeros años, el consumo efectivamente disminuyó, lo que muchos presentaron como un éxito. Sin embargo, estudios posteriores mostraron que esa reducción se estancó, y en muchos sectores de la población los hábitos de consumo volvieron a sus niveles anteriores. Las empresas reformularon sus productos para ajustarse a la legislación o simplemente redujeron el tamaño de los envases para mantener precios competitivos. Todo ello sin una inversión suficiente y sostenida en educación alimentaria o campañas de salud pública, dejando el esfuerzo a mitad de camino.
La OMS plantea que estos impuestos son una herramienta de financiamiento para sistemas sanitarios nacionales, en un contexto de crisis y endeudamiento. Pero esta lógica oculta una realidad incómoda: mientras se extrae dinero del consumo masivo, se reducen los fondos destinados a quienes trabajan por garantizar alimentos reales, frescos y de proximidad. Y ese es el verdadero problema: estamos castigando al productor sin transformar de raíz los modelos que enferman a las poblaciones. Lo que se necesita no son impuestos ciegos, sino una reforma estructural que incentive la producción de alimentos saludables y sostenibles, que favorezca circuitos cortos de distribución y que recupere el protagonismo del mundo rural.
La paradoja se agrava cuando sumamos al debate, otra herramienta promovida por la OMS: el fallido sistema Nutri-Score, un sistema de etiquetado nutricional que ha generado una fuerte controversia en España y otros países del sur de Europa. Lejos de promover hábitos saludables, Nutri-Score penaliza alimentos emblemáticos de la dieta mediterránea —como el aceite de oliva, los quesos curados o el jamón ibérico— al clasificarlos con malas calificaciones debido a su contenido graso o calórico, sin contemplar ni la calidad nutricional global del alimento ni el contexto de su consumo. De este modo, ciertos productos con fórmulas modificadas logran mejores puntuaciones que alimentos culturalmente relevantes. La etiqueta, promovida inicialmente como una herramienta de salud pública, ha terminado beneficiando a la gran industria alimentaria, mientras desprestigia productos locales y de alto valor tradicional.
Así, el círculo se cierra: menos fondos para los agricultores, más presión fiscal sobre ciertos consumos sin estrategia educativa profunda, y un sistema de etiquetado que margina lo que se produce con esmero y tradición. En vez de construir una política alimentaria integral, se fragmentan las respuestas. Se recorta en producción y se impone desde arriba una dieta “saludable” basada en castigos al consumidor, ignorando que la salud no empieza en los impuestos ni en los algoritmos.
El campo español no solo necesita fondos, necesita una visión. Una visión que lo entienda como parte del sistema de salud, del sistema educativo y del sistema económico. Apostar por una PAC fuerte, por subsidios bien orientados, por mercados justos y por un consumo consciente es más eficiente que subirle el precio al azúcar sin mirar a quién se perjudica ni cómo.
Recortar fondos a los agricultores mientras se promueven impuestos a alimentos y se aceptan etiquetas que estigmatizan productos tradicionales es una política incoherente. La iniciativa “3 para 35” se presenta como una “solución”, pero sus antecedentes en países como Dinamarca o México muestran que los efectos no son los deseados y, en muchos casos, terminan afectando a los mismos que ya están en situación vulnerable. Si además se añade un sistema de etiquetado como Nutri-Score que no funciona, el panorama se vuelve más oscuro. Se necesitan políticas alimentarias integrales, no medidas fragmentadas ni soluciones mágicas que criminalizan al consumidor mientras abandonan al productor. Porque sin campo no hay salud, y sin coherencia, no hay futuro.