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Año nuevo, vida nueva

Año nuevo, vida nueva

martes 29 de diciembre de 2020, 07:00h

“Año nuevo, vida nueva… ¿Verdad que sí? ¿Verdad que no volverán días como esos del año pasado, tan largos, tan fríos, tan horrorosos? ¡Ese año maldito tuvo lo menos 18 meses! ¡Anda, dime que no volverán!… Vida nueva…” No, no me estoy refiriendo a 2020. Simplemente he tomado prestadas esas palabras a Emilia Pardo Bazán. Ella se las hizo exclamar a la protagonista del cuento navideño -Vida nueva- durante la noche de un 31 de diciembre.

La nochevieja es siempre una fecha bisagra, un punto de giro entre el pasado y el futuro, entre el tiempo exhausto y el naciente. Cada cual sopesa lo vivido y calibra la hondura de sus penas, sus temores y esperanzas. De ese trío tan humano, es la esperanza quien brinda coraje al corazón, la que lo anima y levanta. Levanta el ánimo sugerimos empáticamente a quien se ha venido abajo o se encuentra triste y nota en el pecho “el desaliento plomo desalentado”, que escribiera el poeta Miguel Hernández, cuando andaba “para penas solamente”, con “ansias de arrancarse de cuajo el corazón y ponerlo debajo de un zapato”. La esperanza es también quien espanta las penas y los miedos, o cuando menos, quien los achica. Afortunadamente es lo último que se pierde porque es la que nos aporta coraje para continuar.

¿Sabía usted que las palabras corazón y coraje comparten raíz? Coraje deriva del francés antiguo corage, compuesto por la raíz cor o cour, que significa corazón. Tener coraje es sinónimo de poseer valor, de “echar el corazón por delante”. Quien tiene coraje dispone de fuerza o se esfuerza (de corazón) por algo. Hay, incluso, quien se esfuerza por tener fuerza: no existe coraje mayor, trabajo más hercúleo que el de alimentar (se) un corazón que se ha quedado en los huesos.

2020 ha sido -sin paliativos- un mal año: nos ha comido la moral y nos ha robado el aliento. En nuestro país la covid-19 ha devorado el de 70.000 personas y ha dejado el corazón encogido a al menos setenta mil familias. Por no hablar de quienes a día de hoy luchan contra la enfermedad y sus secuelas, y quienes han perdido el trabajo y el sustento económico. Aun así, descorazonados, el 31 de diciembre hemos de echarle corazón a esta nueva cita con el calendario y con la vida; salir abrigados de esperanza a la intemperie y la incertidumbre que nos deparan los 365 días de 2021.

Es cosa sabida y tópica que el verde es el color de la esperanza. Bueno es creerlo porque permite asociarla a unas de esas plantas endémicas capaces de brotar en lo yermo y extenderse como plaga bíblica. También se afirma que es contagiosa y que los buenos deseos son, en realidad, el virus emocional que la transmite. No me sea asintomático -o sea, antipático (malaje, decimos en Andalucía)- y en voz alta y de corazón, no únicamente de boquilla, desee un buen año al prójimo. Expresarnos recíprocamente deseos de bien es una costumbre tan antigua como civilizada.

Los romanos, que fueron los inventores de la Navidad casi en los términos en la que hoy la conocemos, bautizaron al primer mes del año con el nombre de Ianuarius, en honor al dios Jano que presidía los umbrales y a quien el poeta Ovidio llamaba “Dios de todos los inicios”. Era Jano -Janus- un dios bifronte con una cara barbuda y vieja que miraba al pasado, y otra, lustrosa y aniñada, que contemplaba el porvenir. En el lejano 191 antes de la era cristiana, Roma instituyó con la lex Alicia de intercalatione, el primero de enero como el inicio del año. Al objeto de honrar el uno de enero, los romanos tan aficionados a los banquetes, invitaban a comer a sus amigos y les regalaban jarros de miel con dátiles e higos secos… “para que pase el sabor a las cosas y que el año que empezó sea dulce”, aseguraba Ovidio en sus Fastos.

En esto de los fastos, cada cual arrima siempre el ascua a su sardina y la Iglesia hizo lo propio cristianizando el año nuevo mediante la festividad de San Silvestre. No es seguro que este pontífice (Silvester, en latín) bautizara al emperador Constantino, pero puesta a despedir el año, a la Iglesia le pareció un golpe de efecto asociar a San Silvestre con el fin de una era -la del paganismo- y el inicio de otra, la cristiana. San Silvestre, papa número treinta y tres (cifra simbólica donde la haya) se transmuta cada nochevieja en un Janus cristiano, en un santo del umbral, de la intersección entre el año que se marcha y el que acaba de llegar.

En el transcurso del tiempo han sido muchas las tradiciones con las que en diferentes lugares de Europa se ha celebrado el paso de un año a otro: campanadas, cencerradas, cascabeladas, cañonazos, fuegos artificiales, petardos, procesiones de antorchas y hasta lanzamiento de enseres viejos por la ventana. Modos simbólicos no sólo de honrar el recibimiento de un tiempo nuevo, también de despojarse de los aspectos negativos del año anterior y de espantar mediante ruidos estrepitosos a los malos espíritus merodeadores, a los demonios y a las brujas. Sepa que cuando tras un buen taponazo (remedo doméstico de una salva de cañón), usted descorcha el espumoso, en realidad está ahuyentando el mal de su casa y de sus seres queridos. Échele coraje, no se corte…y este año haga mucho ruido, por favor.

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