Dice Antonio del Real, el director de ‘La Conjura de El Escorial’, que “se ha alimentado la leyenda negra de Felipe II, probablemente porque fue un buen rey”. Del Real, desde luego, parece un entusiasta de este controvertido monarca, cuya ‘leyenda negra’ no viene, obviamente, de los textos falseados que se estudiaron en la España del franquismo (y del posfranquismo), donde se obviaban cosas que también desaparecen de la película que comentamos, como las barbaridades de la Inquisición. Echamos de menos un poco más de rigor histórico –quizá de ello tengan la culpa algunas subvenciones oficiales y oficiosas…-- en el tratamiento de este monarca, bien interpretado por Juanjo Puigcorbé, pese a todo. Quizá sea la única interpretación convincente en una película en la que ni siquiera Julia Osmond, en el papel de la interesante princesa de Eboli, brilla a la altura que de ella se esperaba (y nada digamos ya de la ‘morisca’, tan cara a Del Real, una figura y una historia tratadas, como la de su amante el alguacil, con sensible blandenguería: esta no era, no debería haber sido, una película de malos-malos y de buenos-buenos).
Pero, en fin, más allá de las inevitables polémicas históricas --Felipe II pasa como una especia de monarca absoluto que no se entera absolutamente de nada en torno a las conspiraciones palaciegas--, hay que reconocer que la historia que se cuenta en ‘La Conjura…’ es atractiva. Atractiva como la historia misma de esas conspiraciones constantes en torno al hombre más poderoso de su siglo y de sus familiares, principalmente Don Juan de Austria. Lo que ocurre es que nos deja un gusto a obra inacabada, cuando la película se despacha, al final, con una mínima referencia en ‘off’ a la interesante fuga de Antonio Pérez, aún hoy rodeada de misterios. Quizá hubiese merecido la pena alargar la cinta algunos minutos para entrar en esta materia.
La ambientación, excelente, aunque los trucos sean patentes en algunos momentos. Y sí, se comprende por qué es la película acaso más cara de la historia del cine español.
PS: Nuestra amiga María Tardón, jueza, ex concejala y tertuliana, tiene gracia en su mínimo papel de monja, aunque discrepemos de esa manía de algunos directores por situar a parientes, amigos, deudos –y, en este caso, a ellos mismos—en fugaces apariciones, un guiño cómplice a la camaradería que nada tiene que ver con la realización de lo que quiere ser una obra de arte y una contribución a la Historia.